No lo podíamos tener todo. Llevábamos tantos meses ansiando que el sol nos rozase la piel, que nos sellara los ojos y nos alegrase los días, que no lo habíamos visto venir. Hacía semanas que suplicábamos despertar con más horas de luz, con más vida en las calles y anhelando que el buen tiempo nos sacase de casa, que habíamos olvidado que todo lo bueno tiene su lado oscuro. Y así, mientras sonreíamos como bobos conduciendo a nuestros puestos de trabajo, donde el engranaje de la temporada nos arrastraba ya sin remedio a duplicar las horas, los esfuerzos y la paciencia, comenzábamos a esquivar a kamikazes, a ‘fitipaldis’ y a conductores con ínfulas de pilotos de Fórmula 1.

La temporada ha llegado como siempre: sin avisar, feroz, desacorde con el clima y las obras. Con las calles abiertas como heridas y los operarios erigiendo edificios a contrarreloj, mientras que el ruido de una isla que se levanta de golpe se bate en un pulso con una belleza mágica que sigue dejándonos con la boca abierta. Igual que los besos de verdad no se venden, nuestros campos verdes e impetuosos, cuajados de flores de colores, nuestros atardeceres azules y rojos y nuestros paisajes y monumentos continúan ahí, exhibiéndose como pájaros en celo, mientras que el café que tomamos para degustarlos nos cuesta un riñón y medio. La fama es un arma de doble filo que, por un lado, nos pone en el mapa, nos alimenta, nos engorda e impulsa el motor de nuestra economía, pero que también nos fagocita y paradójicamente nos vacía los bolsillos, encareciendo nuestras vidas.

No lo podíamos tener todo, y salimos felices a celebrar que la primavera por fin bañaba nuestra isla, sin recordar que en nuestro restaurante de siempre ya no había mesa y escuchando aterrados, mientras nos clavaban 10 euros por dos refrescos, cómo a nuestros amigos les han subido el alquiler de sus pisos 300 euros al mes, por la ley del más fuerte y sin avisar.

Teníamos tantas ganas de verano, de meter los pies en el agua, de quitarnos las botas, el sayo y el frío, que no recordábamos que esa sensación de intimidad, de hogar y de pertenencia se diluye de abril a octubre, y que nuestra casa ya no es nuestra casa, porque se la cedemos a otros. No digo que todo sea malo, ni quiero que este artículo suene oscuro y se lea en negativo… simplemente pongo letras en la balanza de un paraíso que pienso disfrutar como el primer día asumiendo, sin embargo, que como ocurre con los cantantes de moda, su canción es ya tan universal que, por mucho que me duela, su estribillo ya no es mío.