Se equivocan sus señorías: El mundo no avanza, sino que retrocede». Así discursaba Donoso Cortés en 1849. Podríamos recitar sus palabras paseando por la feria de Ibiza medieval, que aromatiza con sus olores de chuleta y butifarra los cuerpos vibrantes de los caminantes, hasta el punto que las feromonas de la parrilla se mezclan peligrosamente con el perfume de la desconocida que nos aprieta imprudente en el atestado Portal de ses Taules.
Pero bueno, paseemos y brindemos en la feria medieval, que es un espectáculo que colorea Dalt Vila despertándolo de su letargo invernal. La gente acude en masa (especialmente los turistas, que los nativos ya han tenido suficiente Medievo durante el largo invierno) y si ven que la acrópolis ibicenca –la ciudad más antigua de Baleares— está de bote en bote, agarran sus bártulos y marchan de excursión con ánimo más o menos trovadoresco, armados con cámara fotográfica a modo de pica estremecedora de cualquier secreto.
A mí me gusta pasear cuando está gloriosamente solitario, que es la mayor parte del año, pero reconozco que a veces es divertido darse un baño de multitudes, mezclarse entre la animación populachera y los decorados que salpican la vieja ciudadela (¿quién pide fidelidad a una película mientras entretenga?), probar un zumo de jengibre y añadir generosamente, cual invasor vikingo, un chorrito de vodka que iluminará las mentiras de la mañana, observar el tan cantado parador que parece que seguirá parado el próximo siglo, lanzar piropos a las encorsetadas moras, judías y cristianas y soñar con las montañas de Saba; admirar a los halconeros, que son una raza especial que practica el deporte de capitanes y reyes antiguos, lo cual me lleva a preguntarme si estuvo por Ibiza, antes de perder la cabeza en Bizancio, ese soberbio mercenario y caudillo de los almogávares llamado Roger de Flor.