Hace unos días, paseando por la Avenida Ignaci Wallis de Vila, entré en una cafetería en la que nunca antes había estado. Serían alrededor de las 12 del mediodía, la hora tope en la que los hoteles de casi todo el mundo obligan a sus clientes a dejar la habitación en la que se han hospedado y el momento en que las nuevas entradas se agolpan en los mostradores para registrarse. Me dirigí al final de la barra para tomarme un café. Por un momento pensé que estaba en un hotel. Allí estaba el encargado del bar, chapurreando un francés macarrónico, indicando a dos chicos jóvenes dónde estaba su alojamiento, entregándoles las llaves, señalándoles dónde estaba el coche aparcado y facilitándoles su número de teléfono al que llamar a cualquier hora del día o de la noche si tenían algún problema. Me dio envidia porque a mí me han atendido en decenas de hoteles muchísimo peor y con menos amabilidad. Una vez que los turistas con sus chanclas, sus camisetas de tirantes y sus maletas de ruedas a rastras se marcharon del bar, vino el camarero y me preguntó qué quería tomar. Le pregunté si estaba en el lugar correcto, si aquello era una inmobiliaria, una pensión o una agencia de viajes, porque yo buscaba una cafetería. Debió pensar que yo era un inspector del Consell (cosa absurda porque nadie ha visto uno jamás y no hay constancia de que existan, como el yeti o el monstruo del lago Ness). Me dijo de malas formas que eran unos amigos que venían de visita. Claro. ¿Cómo no lo había pensado antes? Lo cierto es que lo que hace este señor lo hacen miles ibicencos sin ningún problema ni remordimiento. Sin pensar en las posibles multas (que nunca nadie ha recibido jamás) ni mucho menos en las consecuencias de su negocio ilegal. Y así estamos, sin viviendas de alquiler porque todo el que tiene un piso en Ibiza juega a ser hotelero y se forra.