Ibiza volvió a ser cristiana gracias a un ataque de cuernos monumental. Pese a la rica diversidad de su harén, hace ochocientos años hubo un hombre incapaz de aguantar la cornamenta y, loco de celos, franqueó a las fuerzas de Guillem de Montgrí el pasadizo donde se hoy levanta la capilla de San Ciriaco. Así entraron los cristianos en Dalt Vila y recuperaron el poder sobre la Isla de Bes.

El traidor era hermano del gobernador. Ya entonces se estilaba eso de la erótica del poder. El mandamás era un hombre de sangre caliente cuya debilidad eran las mujeres hermosas, y su cuñada, una altiva cristiana capturada durante una razzia en la costa catalana, pasaba por una belleza irresistible.

Cuenta la leyenda que la misma noche que el cornudo los sorprendió, soltó un alarido que se escuchó hasta Formentera y, ciego de rabia y celos, corrió a enfrentarse a los hombres del rey de Aragón.

La dominación musulmana en Ibiza se rindió gracias a los encantos femeninos, de esos a los que resulta imposible resistir ni asediar, pues no caerán hasta que ellas lo deseen.
Las mujeres han mandado siempre en eterno femenino. Nos hacen creer a los vanidosos zánganos que somos la sal de la tierra, pero luego hacen y deshacen a su antojo.

La fascinante Cleopatra, a quien bastaba enrollarse en una alfombra para cambiar la historia universal, abandonó a Marco Antonio en la decisiva batalla de Actium, y Helena fue la razón—¿o era todo un simulacro, como relata Calasso en Las bodas de Cadmo y Armonía?— para que los griegos aniquilasen Troya.

Y gracias a esa hermosa cautiva que imponía su voluntad, hoy podemos brindar con vino y devorar sobrasadas.