Escribo estas líneas sentado a la máquina, dejo que todo el torrente de ideas pase a través de algo, de alguien, porque escribir es la única forma de desaparecer viviendo. La calma de mi biblioteca desnuda me permite cruzar fronteras invisibles y mudas. Pero hay veces que uno se pierde en este mundo tan rápido de las redes sociales. La juventud está engañada en cuanto a la creencia de que hay que hacerles el vacío a quienes lean en vez de ‘instagramear’, de que la ortografía es inútil y quienes hacen que Belén Esteban venda más libros que Vargas Llosa. No encaja con el tiempo en el que vivimos de avances y estudiantes mejor preparados. Ya ni los profesores se salvan de tal alergia. Por no hablar de la ministra de Educación, Isabel Celaá, que el pasado 7 de octubre fue objeto de burlas tras cometer dos faltas de ortografía en menos de 280 caracteres («educacion» y «proximos» sin tilde).

No es que Celaá no sepa que esas palabras se tildan, sino que el desliz es resultado de la dejación (también con tilde) en el correcto uso del lenguaje. Y si los que enseñan cometen fallos, los escolares los repetirán. Por eso hay que penalizar las faltas ortográficas. Escribir bien ya no está de moda, más bien está mal mirado por el entorno. Pasamos los días sin saber hablar, leer ni escribir. La ortografía es la panoplia del pueblo sin panoplias. Es leyendo como se ataja el problema de las faltas porque se visualizan los signos. ¿Qué pasaría si un médico se olvida un metal en el interior del cuerpo de un paciente después de haber sido intervenido quirúrgicamente? ¿Verdad que se trataría de una imprudencia grave? Pues eso mismo ocurre en el uso del lenguaje si escribimos, por ejemplo, «llendo a comprar» en vez de su uso correcto «yendo a comprar». En este caso no jugamos con la vida de una persona, pero fabricamos pardillos que andan descarriados, como las ovejas en medio de una ciudad. ¡Uf…! Menudo rollo tío.