Esto pasó el 24 de octubre, que fue hace 25 días nada más. El líder del PP, Pablo Casado, se subió a la tribuna del Congreso y acusó al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de ser «partícipe y responsable del golpe de Estado que se está perpetrando en España». Así, sin medias tintas. El líder socialista, con gesto severo también se subió a la tribuna. Con tono determinado y mentón en ristre dio su réplica: rompemos las relaciones. Hasta aquí lógico. Uno sostiene algo tan grave como que el presidente del gobierno colabora con un golpe de Estado y el otro, ante la gravedad de la acusación decide que no hay más que hablar. Perfecto. Vale, pues esta semana, PP y PSOE (con Podemos) han pactado la renovación de toda la cúpula del Poder Judicial. Para no hablarse es una maravilla. Llegan a tener una relación fluida y pactan unos presupuestos. Si se medita no se sabe quién es más hipócrita, el que pacta con quien cree golpistas o el que lo hace con quien cree que no tiene sentido de Estado. Al final, para acordar quién manda en el poder que en teoría les controla no hay obstáculos. Lo que revela el caso no habla tanto de la falta de miras de la clase política o lo enfangado del debate. Son dos cosas que están tan claras desde hace tanto tiempo que casi ni merece la pena reparar en ellas: es como quejarse de calor el cinco de agosto. Ilustra más el ritmo al que funciona la realidad. La misma acusación hace dos décadas habría desatado un terremoto de años: piensen en González y Aznar que aún se odian. Ahora mismo 25 horas son un mundo, como para recordar lo que ocurrió hace 25 días. Es un continuo ponerse estupendo a cada minuto y escandalizarse hora a hora con un asunto diferente. Los asuntos de fondo, lentos, los problemas que duran años no caben en ese debate. Es como pretender que un insecto piense en el crecimiento del árbol que habita.