Mis raíces están teñidas por el rumor del Duero. Aunque mis sienes hoy clareen, como las de ese hermano que volvía a casa en ‘El Viajero’ de Machado, juego a pintarlas para que nada cambie, con el fin de que los años sean solamente un número con el que sumar y nunca restar. Hace unos días me subí a una nueva década, un viaje que provoca vértigo porque nos da la vuelta, nos asusta y nos marea al mostrarnos los peligros de la edad y la fugacidad de la vida, pero que a su vez es tan pavorosamente emocionante que nos hace reír con fuerza, gritar y agarrarnos con las uñas a nuestros compañeros de viaje.

Yo no soy esa trotamundos taciturna y callada que relataba el gran poeta español, aunque también viva en un lugar lejano, porque mi sala familiar no es sombría y mis sueños infantiles sí se han cumplido. Nosotros no tenemos una fría inquietud en las miradas, sino un cariño sincero y un futuro vibrante, y nuestras almas no están ausentes sino unidas.
Yo quiero ser como el otoño, cuajada de colores, de frutos y de promesas, y en mi cabeza los parques no son mustios, ni están viejos en noviembre, sino que renuevan su esencia, huelen a vida y mantienen su magia.

Los 40 no son los nuevos 30, sino el doble de buenos que los 20. Es ahora cuando sabemos qué no queremos, a quién deseamos tener a nuestro lado y qué cosas son realmente importantes. Es en este instante cuando nos reconocemos y nos reconciliamos con nuestros fantasmas. Justo cuando comienzan a reblandecérsenos las carnes y a asomar las arrugas, logramos que se nos escurran los complejos y nos sentimos tan jóvenes y llenos de vida como cuando las hormonas y las prisas nos impedían apreciarlo.

Ahora es cuando podemos viajar saboreando cada destino, cuando decidimos no arrepentirnos de nada, cuando hemos aprendido a decir ‘no’ si los favores pedidos no son justos o correctos, y a llorar y a pedir ayuda si es necesario. Ya no tenemos miedo, ni vergüenza, ni lastres, y sonreímos al sol de oro de la tierra de un sueño que prometemos encontrar. El único miedo que nos atenaza es el dolor, propio o ajeno, y que la enfermedad se enrede en nuestras ‘tribus’ y no nos permita cuidarlos y curarlos, pero intentamos no pensar demasiado en ello, porque también hemos aprendido que en estos casos pensar estar sobrevalorado.

He cumplido 40 años y lo he hecho por todo lo alto, regresando como ese viajero a la habitación en la que crecí, compartiendo con mi familia la suerte de ser parte de sus carnes, y viendo en los ojos de mis amigos de ayer, de hoy y de mañana el cariño y respeto honesto que nos hemos profesado desde que nos encontramos en este camino de rosas. Con ellos he aprendido a separar las espinas de las flores, a serpentear por caminos impíos, a poner luz donde solo había sombras y a ver con sus miradas listas, de maestros sabios, quién merecía entrar en nuestro grupo de locos y a quiénes debíamos apartar de este jardín que compartiremos siempre. He cumplido 40 años y mi tribu me ha recordado con una selección de fotos que comienzan con una Constitución incipiente, que llevo cuatro décadas sonriendo a su lado, qué poco he cambiado, aunque la madurez me abrace, y qué rincones nos quedan por descubrir juntos. Si quien tiene un amigo tiene un tesoro, yo tengo una fortuna tan grande en amor sincero que me baño en ella y la fundo para que quienes me cogieron de la mano desde la infancia se abracen con aquellos con los que he transitado en esta otra mitad de la vida.

Estos días he visto cómo personas maravillosas de Aranda, de Madrid, de Barcelona o de Ibiza coreaban que nosotros no divagamos, y que el tictac de nuestro reloj es hermoso aun cuando esté triste. Nosotros no callamos, querido Machado, somos la generación de los que agradecen haber aprendido de vuestras letras y nos hemos reencarnado en aquellos que cumplen años cada vez más jóvenes y unidos. Qué bonito es ver cómo tus raíces clarean cuando tienen tantas historias que contar y están tan bien acompañadas.