Siempre dejo algo preparado para la visita regia de una noche mágica. Coñac, ron y whisky para los Reyes Magos y unos cubos de agua y terrones de azúcar para sus monturas. Lo extraordinario es que a la mañana siguiente, antes de descubrir una montaña de carbón (a veces también esconde tesoros) que es prueba de mis gozosos pecadillos, compruebo que la mayor parte del alcohol se ha evaporado mientras que el agua permanece casi intacta. Lo considero una prueba de la existencia de Sus Majestades antes que de una sonámbula dipsomanía, y llego a la conclusión de que no sólo de agua vive el hombre y mucho menos los magos.

Es una tradición maravillosa la de la Estrella guiadora de esos viajeros a través de los desiertos nocturnos; cómo los errantes monarcas llegan hasta un humilde pesebre (el Ser siempre va antes que el Tener: no os dejéis engañar por tristes esclavos de la pela) y entregan presentes (Kumaras) al recién nacido. El verdadero oasis, saben los iniciados, está a nuestro alcance. La adoración de la Madre y el Niño está presente en nuestra más antigua genética, especialmente en la ribera del Mare Nostrum que vivimos, donde el matriarcado ha sabido ser siempre más dulce y bondadoso y supera a cualquier estupidez tribal celosa y posesiva.

Y me alegra que el político más duramente tratado de nuestra democracia, el ibicenco José Juan Cardona, pase esta noche en familia. Por no admitir su culpa en los delitos por los que ha sido condenado, la justicia se ha ensañado con él más que con cualquier terrorista, violador o banquero ladrón. Cardona siempre se ha manifestado inocente. El orgullo cuesta muy caro, pero como decía el marqués de Bradomín (el Don Juan más admirable: era feo, católico y sentimental) también es la mayor virtud.