Jesús después de elegir a sus doce apóstoles, se detuvo en un lugar llano. Había una gran muchedumbre del pueblo de toda la Judea y de Jerusalén, y del litoral de Tiro y Sidón, que vinieron a oírle y a ser curados de sus enfermedades. Mirando a sus discípulos les decía: Bienaventurados los pobres, los que ahora padecen hambre, los que ahora lloráis. Seréis bienaventurados cuando los hombres os odien, os injurien. Alegraos. Alegraos en aquél día y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en el cielo. Con cuatro expresiones el Señor condena la avaricia y apego a los bienes del mundo; el excesivo cuidado del cuerpo, la búsqueda de la propia complacencia en todo. La pobreza no consiste en algo puramente exterior, en tener o no tener bienes materiales, sino que afecta al corazón, al espíritu del hombre. Consiste en ser humildes ante Dios, en ser piadosos, en tener una fe rendida. La actitud del cristiano será de desprendimiento, de caridad hacia los demás, y así agradar a Dios. Jesús vino a salvarnos a todos. A los pobres y a los ricos. El que tiene bienes posee la ocasión de ayudar a los que no tienen. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Dice San Agustín. ¿De qué podemos vanagloriarnos? Tiene mayor mérito dar que recibir. Compartir nuestros bienes, muchos o pocos que poseamos es una dicha. Hacer el bien con recta intención es muy meritorio porque, sin pensarlo, estamos ayudando a Cristo en la persona de menesteroso. «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y vinisteis a verme, ¿cuándo, Señor? Cada vez que lo hicísteis con uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis. Y éstos irán a la Vida Eterna».