Si yo me presento en pelotas en los chiringuitos de mis amigos Xicu de Es Torrent o Mariano de Xarxu –por poner dos ejemplos de tolerantes y fieros corsarios—, me arriesgo a una dolorosa castración más allá de la psicológica. Por eso siempre llevo, a modo de zíngara coqueta o brujo babilónico, unos cuantos pareos con que cubrir la desnudez. También por cierta vergüenza torera y ser consciente de que algo tan natural solo está al alcance de las diosas. Si Claudia Cardinale o Gilda Hayworth entran a pedir un Campari o un Bullit de peix tal y como vinieron al mundo, recibirían un clamoroso aplauso y la cuenta sería rota antes de hacerlas pagar. «Vengan cuando quieran; nos han alegrado el día».

Por eso encuentro un despelote parlamentario la última sesión que discurría sobre regular el nudismo. Con algo de cortesía y sentido común basta. Nadar desnudo es una gozosa experiencia panteísta que, paradójicamente, puede resultar cara en países tan sexualmente avanzados como Brasil o Tailandia; pero en muchas playas Pitiusas es perfectamente natural. Aunque algo ha cambiado: En Formentera los turistas nórdicos gustaban del nudismo mientras que los actuales italianos lo repelen. Algo extraño a no ser que se recuerde la experiencia vaticana, en cuyas sagradas paredes se mostraban –¡ah, la gozosa influencia helenística!— gloriosos desnudos. Pero llegó el puritanismo protestante y la contrarreforma jesuítica, y encargaron a Volterra cubrir los miles de sexos con una hoja de parra (el pintor pasó a la historia con el sobrenombre de il Braguettone).

A la hora de ir al chiringuito, mejor cierto decoro. Y eso lo sabe todo beau sauvage.