Actualmente, tal vez con la de la etapa fenicio-púnica, Ibiza y Formentera pasan por un tiempo de indudable riqueza económica. Yo muchas veces digo que las dos islas van solas, por su propia inercia, y no necesitan ni políticos ni las ocurrencias de Armengol. En la época en que dependió del arzobispado de Tarragona, parece que se podía vivir aunque muy modestamente. El comercio salinero abrió un poco la isla, pero en realidad fueron los ibicencos y los formenterenses los que tuvieron que apañarse para comer y soñar con su medio isleño, y esa es su gesta, crear esa etnografía, esa arquitectura, indumentaria y forma pausada de vivir que dejó patidifusos a cuantos escritores y pintores aparecieron por las Pitiusas (y su espejismo) desde finales del XIX: el Archiduque, Benjamín, Winthuysen, el marqués de Lozoya, Morla, Lene Schneider, Cioran y tantos otros. Pero la bonanza pitiusa de ahora contrasta con períodos verdaderamente duros, que vistos hoy nos ponen los pelos de punta. Por ejemplo, en el periódico La Correspondencia de España (1899) apareció un artículo sobre la situación en Formentera, que entonces tenía 1.500 almas. Aquel 1899, por unas obras mal hechas por la Salinera Española, se quedaron empantanadas muchas aguas en las salinas de Formentera, al cegarse la salida al mar de las mismas, el resultado fue una impresionante epidemia de fiebres que mataba diariamente a cuatro personas. Estamos hablando de una isla apenas poblada, en la que la media de defunciones a finales del siglo XIX era de 15 formenterencs ya mayores al año. En Madrid el gobierno de turno se enteró de esta catástrofe bastante tarde. Los más humildes caían como conejos y los que tenían dinero hacían venir un médico de Ibiza que no llegaba a tiempo, salvo para certificar la defunción.