La fe y la vida eterna son un don gratuito de Dios. El Señor a nadie niega su gracia para creer y para salvarse. Es la voluntad de Dios que todos los hombres se salven. Ahora bien, si uno pone obstáculos al don de la fe, es culpable de su incredulidad. Santo Tomás de Aquino en un comentario sobre el Evangelio de San Juan dice: puedo ver gracias la luz del sol; pero si cierro los ojos, no veo; esto no es por culpa del sol sino por culpa mía. Los que no oponen resistencia a la gracia divina llegan a creer en Jesús, y recibirán del Buen Pastor la vida eterna. Yo doy, dice Jesucristo, la vida eterna a mis ovejas. Con la alegoría del Buen Pastor y de las ovejas debemos contemplar a Jesucristo y a los que se mantienen fieles al Señor. Es verdad que los permanecen fieles al Señor en este mundo tendrán tribulaciones y sufrimientos, pero unidos a Jesús nadie ni nada los arrebatará de las manos del Buen Pastor. Sus ovejas escuchan la voz del Señor y lo siguen. La esperanza de que el Señor nos concederá la perseverancia final se basa no en nuestras propias fuerzas sino en la misericordia divina. Con la gracias de Dios podremos corresponder al que dio la vida por sus ovejas siendo fieles cada día a las exigencias de nuestra fe. Al final del Evangelio Jesús manifiesta la identidad sustancial entre El y el Padre. Dice el Señor: Yo y el Padre somos uno. Antes había proclamado a Dios como Padre suyo. Ahora habla acerca del misterio de Dios, que los hombres solo podemos conocer por revelación. En la Última Cena volverá a desvelar ese misterio. El Evangelista Juan ya lo contempla al comienzo del Prólogo. «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Se ensalza y proclama su divinidad y eternidad. Ante el misterio del Hijo de Dios encarnado, no podemos menos que exclamar como el apóstol Santo Tomás: Señor mío y Dios mío». ¡Alabado sea Jesucristo!