Ir a la playa en Ibiza a estas alturas de año es ya todo un espectáculo. Un show que más que divertir, a mí me pone de bastante mal humor. Llegas, buscas tu hueco en la arena, lo encuentras (que no es fácil) y colocas tu toalla. Sin molestar a nadie, con la intención de relajarte y disfrutar. Pero entonces aparecen lo que yo llamo ‘especímenes playeros’ y se ponen justo a tu lado (casi invadiendo tu espacio vital). Perfectamente ubicados para fastidiarte tu ratito en el paraíso. Me pasó el otro día, en Ses Salines. En esta ocasión eran dos chicas. Hablando a grito pelado, extendieron sus toallas a apenas centímetros de la mía y salpicándome arena. Mal empezamos. Entonces una de ellas se enciende un cigarro. «Vale, no problem, sigue a lo tuyo», me dije. Pero por el rabillo del ojo veo como la tía termina el piti y entierra la colilla en la arena. Me muerdo la lengua. Se levantan para hacerse una sesión de fotos instagramer en la orilla. ¡Qué posados tan naturales! Bueno, con esto me da la risa. Pero parece que ese material no es suficiente para dar envidia a sus amigos en las redes y una de ellas decide hacer una videollamada, por supuesto sin utilizar cascos. ¡Para qué! Seguro que al resto de la playa nos interesa mucho su conversación. Me entra un tic en el ojo. Respiro. Pero entonces llega la hora de comer. Sacan sus bocatas de una bolsa de plástico, les quitan el envoltorio de papel de plata y lo dejan a un lado. El viento se lo lleva y ni se inmutan. No puedo más. Me levanto, recojo su basura y se la planto delante, entre la piernas, mientras les llamo la atención con cara de pocos amigos. Me miran como si estuviera loca y ponen música para todos en su móvil. No soporto esta venganza. Recojo y me voy. Los ‘especímenes playeros’ ganan la partida. La playa pierde. ¿Cómo puede luchar una sola contra esto?