Se conectan, se envían vídeos, son unas apasionadas de los memes y reparten emoticonos cuajados de corazones con los que felicitan los cumpleaños de todo su muro. Las madres han llegado para quedarse en las redes sociales y no se cortan a la hora de comentar las fotos de nuestros amigos, sacándonos los colores en nuestras cuentas de empresa donde afirman que somos los mejores hijos del mundo.

«¡Yo no he pedido amistad al chico que te gusta hija! ¿Cómo voy a hacer eso?, ha sido él el que me la ha pedido a mí». «Mamá, las sugerencias de Facebook no son peticiones, ¿y qué hago yo ahora…?», «Pues nada, cariño, decirle que ahora su futura suegra le estará observando». Muerta de la risa, la periodista que me habita escuchaba obnubilada esta semana esta conversación entre madre e hija en una cafetería de Ibiza mientras me tomaba un vino con la mía propia. «¿Ves como no soy la única que no tiene claro eso de las sugerencias? Ahora ya sabes, haz un artículo en el Periódico sobre esto y ponnos verdes», me dijo mi progenitora, con quien he compartido fotos y aplicaciones estos días. Pero no, mamá, no voy a hacerlo, o puede que sí, pero solo un poquito a medias, porque aunque a nosotros ya nos aburran las redes sociales y vaticinemos su desaparición paulatina, ahora su target sois vosotras y debemos tenerlo muy en cuenta.

¿Quién le iba a decir a Mark Zuckerberg cuando creó en 2004 Facebook, junto con otros estudiantes de Harvard de cuyos nombres no quiere acordarse, que lo que nació siendo un canal de comunicación entre universitarios con ganas de ligar, se acabaría convirtiendo en un mercado transitado por señoras sin bolsas? Porque ellas ya no son las mismas, ahora están hiperconectadas. Han recuperado contactos del colegio, hablan todos los días por WhatsApp usando con destreza audios y otras herramientas, y prestan indiscriminadamente sus teléfonos de última generación a sus nietos sin control parental que valga. Ya no son mis amiga las que dan «me gusta» a mis fotos sino sus madres y últimamente mi timeline está lleno de grandes GIF con flores de todo tipo.

Y es que ellas son de otra pasta. Defienden la veracidad de las noticias falsas que proliferan en Facebook, introduciéndolas en sus conversaciones como si las hubiesen contrastado con varias fuentes, y comparten fotos de lugares importantes a los que sueñan viajar o de ONG a las que nos invitan a ayudar. La mía acostumbra a colgar creatividades con textos que te «obligan» a darles «me gusta» si eres una buena hija, si aprecias a tu madre sobre todas las cosas o si consideras que su pérdida sería irreparable. Cada vez que lo hace no puedo evitar darle un like y recordarle lo mucho que la quiero.

Otras veces me manda vídeos de pitufos cantando con voz de pito, como suena, o de las actuaciones de 15 minutos de duración de mis sobrinos en el colegio. Este año me he dado cuenta de la cantidad de bailes y de coreografías que les obligan a aprenderse a los pobres y, por ende, a tragarse a sus entregados padres y abuelos.

Pero la red que más lo va a petar entre las supermadres es Snapchat, porque sus filtros divertidos las convertirán de nuevo en niñas y les harán recordar lo guapas que siguen siendo. Con ella podrán cambiar sus voces y grabarse cantando mientras agitan una cola de gatita al compás de unos ojos enormes. Les aseguro que en una reunión familiar en la que se masque la tensión no hay truco más eficiente que jugar con toda la familia a probar quién está más gracioso sin dientes o quién sería más atractivo si hubiese nacido con o sin cromosoma X. Por cierto, mamá, espero que te guste el artículo, y lo siento, el próximo día te la instalo.