Decía Josep Pla, parafraseando a André Gidé, que lo más profundo que tiene el hombre es la piel. Y la única forma de profundizar en la piel no es mirando a esa caterva de políticos consignatarios que están todo el día dándole a la tecla de twitter (como una que es de Ibiza), sino mirando a nuestra permeabilidad cultural que es lo que honra la condición humana: el intentar desvelar aspectos escondidos del conocimiento para saber qué hay detrás del vivir, si es que hay algo. Y en esas búsquedas, digamos culturales, si hay un sitio tremendamente rico es nuestra Isla: Winthuysen, Steiner-prag, Elmyr de Hory, Lene Schneider, Antonio Colinas… y Miquel Villà Bassols (Barcelona, 1901-Masnou, 1988), de quien les voy a hablar hoy porque su estela va siendo olvidada pese a que fue un enamorado de las Pitiusas y uno de los grandes del arte contemporáneo español en versión fauvista. Nos dejó sus impresiones de una Ibiza construida a base de planos de un intenso cromatismo esencial con evidente influencia de Cézanne. Miquel estudió Bellas Artes en Bogotá, anduvo en París pintando y amigueando con Duchamp, Pablo Gargallo y Pancho Cossío, otro artista muy especial y que a mí me gusta mucho. En 1931 viajó por vez primera a Ibiza y le pasó lo que les pasaba a todos: fue hechizado por el embrujo de la luz y por paisaje humano acoplado con el divino que conformaba un paraíso que era el Paraíso encontrado y que además no tenía alimañas y estaba civilizado. Ese fue el secreto de Ibiza, un paraíso confortable, no salvaje y sin contratiempos; en el que poder hacer con comodidad cualquier búsqueda artística. Eso es lo que hicieron Miquel Villà y tantos otros. Ya no hacía falta irse como Gauguin a la Polinesia.