Encaramada a un Ferrari rojo, arqueando su cuerpo al compás de lo que pretendía ser música y exhibiéndose sin pudor, una mujer posaba esta semana desnuda sin más complemento que unas gafas de sol sobre un biplaza en marcha. Los vídeos de tal proeza se extendieron rápidamente por las redes, viralizándose y convirtiéndose acto seguido en noticia en medios locales, nacionales e internacionales. Las imágenes mostraban esa cara de la Ibiza que no nos gusta: la de los excesos, la de los horteras de bolera que compiten en hormonas a golpe de zapatilla en aceleradores, veinteañeras asidas por la cintura y cuentas astronómicas en locales de ocio. Y no podemos culparles por venir a dejarse los cuartos mientras desembarcan con sus séquitos de nuevos ricos haciendo ostentación de sus yates o cochazos, muchas veces alquilados, de sus bolsos y ropa de marca o de sus relojes a precio de hipoteca del común de los mortales, porque somos nosotros quienes los hemos buscado. Puestos a ser molestados por seres ruidosos, descorteses con nuestro entorno e invasivos, preferimos a esos que se gastan una pasta en la isla, repercutiendo su mal gusto en nuestros bolsillos, que a los que hacen botellón en parques infantiles, duermen en pisos destinados a residentes y se alimentan a base de hamburguesas de fast smelly food. Al menos los de los descapotables dejan sus buenos duros en los restaurantes donde trabajan nuestros amigos y así en invierno podemos escaparnos juntos a lugares donde limpiar su karma y demostrar lo que debe hacerse cuando se viaja fuera. Si tengo que escoger entre aquellos que dejan propinas de dos ceros y los que gastan todo lo que traen en sus viajes low cost a nuestra isla en entradas de discoteca y chupitos de brebajes, lo tengo claro. Eso sí, si pudiese elegir de verdad, no entre estas dos burdas opciones, como ocurre en política, lo haría con algo intermedio, con la gente educada, grupos de amigos o parejas enamoradas de la belleza de Ibiza o familias que disfrutan de sus playas y que velan por dejarlas tal y como las encontraron. Les aseguro que así se borraría de un plumazo a esos paletos del garrulismo, metáfora de la corrupción, que o bien tiran de tarjeta para pailar su ausente músculo intelectual o emocional o deciden invertir su tiempo en saltar desde sus habitaciones para encestar sus escasas neuronas en piscinas. Los extremos siempre han sido malos, asidos a un volante u otro.

Por eso nosotros, los seres extraordinariamente normales, los que paseamos al perro cada tarde por ese mismo Paseo Marítimo donde aquella morena lucía delantera operada y culo de gimnasio, sufrimos con estoicidad cada atentado visual que perpetran quienes pasean sin camiseta y orinan en las esquinas en las que mi chucha jamás osaría dejar parte de su ADN.

La multa que le caerá a estos tres gilipollas, sinónimo de necios y de estúpidos según la RAE, será anecdótica, menos de 1.000 euros y la posible retirada del carné a su conductor, a pesar de que la Policía Local los ha imputado penalmente por conducción temeraria y por poner la vida de una persona en riesgo. Una cifra muy inferior a la del combustible que probablemente gastaron ese mismo día para visitar Formentera en barco, en una travesía tan liberadora que decidieron continuarla a lomos de aquel vehículo con la misma cantidad de ropa que de dignidad.

Hoy, mientras escribo estupefacta este artículo, lo que me pregunto es qué pensará ella, la mujer del Ferrari rojo, esa que ha sido paseada como un mono de feria por todas las televisiones del mundo y quien en un frenazo podría haber perdido lo único que le quedará tras esa noche: su belleza. Con qué sentimientos se acostará, con qué esperanzas se despertará mañana y cómo habrá autojustificado la venta irresponsable y fatua de sus valores, mal reciclados y tirados a un contenedor sin esperanza. Pobre mujer del Ferrari rojo, no creo que exista un bolso tan caro como para llenar el vacío de su alma.