Después de haber tenido la suerte de disfrutar de un tiempo de vacaciones, nos disponemos a comenzar un nuevo curso, tanto en las parroquias, en los colegios, en tantos lugares de trabajo, etc.

Ante el nuevo curso los cristianos, tratando a Dios y acogiendo sus enseñanzas, hemos de seguir, cada vez de una manera mejor, anunciar el Evangelio y llevar a las personas al encuentro salvador con Jesucristo. Pero, a pesar de que las condiciones no sean fáciles, lo tenemos que hace con la alegría de saber que Dios nos ama y está con nosotros, y con la certeza de que el Señor resucitado vive entre nosotros y actúa por la acción silenciosa, pero real, del Espíritu Santo.

Y es importante, como Dios es y nos enseña a ser, practicar mucho y bien la caridad. El amor de Dios, que proclamamos en su palabra y se hace actual y eficaz en la Eucaristía, nos lleva a ser sus testigos comprometidos.

Dios va siempre por delante de nosotros. Nuestro amor a Dios y al prójimo es nuestra respuesta al amor previo de Dios hacia nosotros. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). De ahí que sea necesario antes de nada volver nuestro corazón a Dios para convertirnos constantemente a Él y a su amor para poder así amar, como Él nos ha amado en su Hijo.

El Papa nos ha dicho que «la caridad tiene su origen y su esencia en Dios mismo. La caridad es el abrazo de Dios nuestro Padre a todo hombre, especialmente a los últimos y a los que sufren, que ocupan un lugar preferencial en su corazón. Si consideramos la caridad como una prestación, la Iglesia se convertiría en una agencia humanitaria y el servicio de la caridad en su ‘departamento de logística’. Pero la Iglesia no es nada de todo esto, es algo diferente y mucho más grande: es, en Cristo, la señal y el instrumento del amor de Dios por la humanidad y por toda la creación, nuestra casa común» (Discurso de 27.05.2019).
La caridad cristiana es, antes de nada, este amor recibido de Dios y que le ofrecemos a Él y al prójimo, para que el amor de Dios llegue a todos. El amor divino es un don totalmente gratuito, es «gracia» recibida, cuyo origen es el amor que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo; un amor que por su Hijo, Jesucristo, desciende sobre nosotros y sobre toda la humanidad. Este amor es anunciado y realizado por Jesús hasta el extremo de dar su vida para reunir a los hijos dispersos (cf. Jn 13, 1). Este amor divino ha sido «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» ya en el bautismo (Rm 5, 5). El Espíritu Santo es la fuente permanente de la caridad en la Iglesia, en cada comunidad parroquial y en cada uno de sus miembros; es el manantial del servicio de la caridad de los cristianos y de la Iglesia.

El mismo Jesús quiso quedarse además en la Eucaristía como fuente permanente de caridad. Cada vez que participamos en la Misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, el amor de Dios cambia nuestro corazón y nos hace capaces de actitudes y gestos que, por la fuerza difusiva del bien, pueden y deben transformar la vida de nuestras comunidades, de nuestras familias, de nuestra Iglesia diocesana, de quienes están a nuestro lado y de nuestra sociedad. Para el discípulo de Jesús, la caridad no es un sentimiento pasajero ni una obra puntual sino lo que da forma a toda su vida en toda circunstancia, haciendo de ella una existencia eucarística. Por ello de la Eucaristía brota el mandamiento nuevo del amor. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34).

El mandamiento del amor no es una obligación moral, sino una necesidad existencial para todo cristiano y para toda comunidad cristiana que se dejan evangelizar por Cristo Eucaristía. Que se note, pues, en todos los que somos cristianos, que practicamos la caridad.