La fama de Ibiza como tierra sagrada y lúdica llegó hace tiempo a los desiertos semitas. Lo que pasa es que actualmente nos consideran una especie de Sodoma y Gomorra bíblica. Basta comprobar cómo el embajador de Arabia Saudí en España, para sacudirse de las preguntas de los periodistas sobre el alcohol, la homosexualidad, la libertad de opinión, el jamón y tantos otros virtuosos vicios que hacen amable la vida en Occidente, va y dice: «Quien quiera fiesta puede irse a Ibiza».
Sin duda es una buena publicidad para la isla de Bes. Ignoro cómo será la demanda turística en Arabia, ahora que los tiempos de Domingo Badía, el capitán Burton y Gertrude Bell han cambiado tanto, pero siempre habrá algún turoperador que logre embarcar a turistas abstemios prestos a montar en camello por sus dunas mientras sueñan en las mil y una noches pitiusas.
¡Y pensar que hay más versos al vino en lengua árabe que en griego! ¡Que Lawrence de Arabia, en Los Siete Pilares de la Sabiduría, relata cómo se encamaban entre hombres para suplir la falta de mujeres en su guerra contra los otomanos! ¡Que Simbad y Sherezade hacían gala de una picaresca ibérica en sus lúbricas aventuras!...
Todo cambió al prohibir el alcohol, una palabra de origen árabe que hace mención al espíritu sanador. En el siglo XIII Ramón Llull y Arnau de Vilanova perfeccionan el alambique y descubren la piedra líquida filosofal –eau de vie— que actuaría como plataforma etílica para alumbrar el gozoso Renacimiento. Y eso los árabes se lo perdieron. Por algo será que tantos quieren venir a Ibiza, donde todavía sabemos que la libertad es el derecho a ser diferente.