Se llama Greta Thunberg pero, al contrario de lo que nos sugiere su evocador nombre, adherido en nuestro imaginario patrio a “La Garbo”, se ha hecho famosa por emocionar a medio planeta apelando a la necesidad de cambiar el mundo.

Greta es una adolescente sueca que cuenta con más de cinco millones de seguidores en su cuenta de Instagram y que copa las principales búsquedas de Internet si escribimos su nombre. Parece una niña y en sus fotografías y apariciones luce dos largas trenzas y una cara lavada donde pueden peinarse y leerse la rabia, el desprecio y el dolor hacia quienes tratan a la Tierra como si fuese basura. Sus discursos pueden gustar más o menos y sus gestos son para algunos demasiado fuertes, pero la realidad es que esta joven saca las vergüenzas a los principales presidentes, empresarios y dirigentes internacionales, recordándoles que el camino que transmitamos puede acabarse si no frenamos el consumo del entorno a tiempo.

Greta tiene 16 años aunque aparenta menos. Desde los 8 cree que este mundo, el que estamos destruyendo, todavía puede salvarse y ha dejado sus estudios, a modo de huelga, para dedicarse al activismo ambiental en contra del cambio climático. Su mejor frase es “nadie es demasiado pequeño para marcar la diferencia” y, a pesar de las dificultades de enfrentarse a entrevistas, foros y discursos de toda índole, por el Síndrome de Asperger que padece, su fuerza nos avergüenza a todos.

Hay quienes dicen que una menor no debería cargar con una responsabilidad tan grande, pero, ¿quién no ha tenido esa edad y se ha sentido incomprendido, hastiado y sorprendido porque los adultos no quieran cambiar las cosas?

A colación del trastorno que padece, que solo afecta por cierto a sus interacciones sociales y a la dificultad para dominar su comunicación verbal o aceptar los cambios, el esfuerzo que hace por hacerse oír es todavía más destacable y las burlas de quienes ridiculizan su forma de exponerse no son más que el espejo de sus propias miserias. Al final la empatía de Greta con los demás no tiene límites porque su sueño es precisamente ponerlo todo patas arriba, lo que más aterra a quienes son diagnosticados por este síndrome.

Ella es la portavoz del futuro, de las generaciones que nos enseñan que debemos reciclar, consumir menos y dejar de contaminar, porque si no las tormentas que nos asolarán, reales y metafóricas, terminarán por oscurecerlo todo.

Lean sobre ella antes de juzgar a esa niña que el pasado lunes ofreció una conferencia en la sede de Naciones Unidas, en Nueva York, en el marco de la Cumbre sobre la Acción Climática. Infórmense sobre cómo ha cambiado ella a su familia, en vez de afirmar que está adoctrinada y que repite las ​cifras sobre los efectos del calentamiento global que alguien le obliga a decir.

Repitan estas frases que lanzaba esta misma semana con lágrimas en los ojos y con dolor verdadero: “estos datos son demasiado incómodos y ustedes no son lo suficientemente maduros para decirlo tal y como es. Nos están fallando, pero los jóvenes están empezando a entender su traición. Si eligen fallarnos, yo les digo: nunca les perdonaremos. El cambio viene les guste o no”.

Relean este párrafo porque nosotros, los adultos todopoderosos, no hemos tenido el corazón ni el valor de emitir palabras como estas. Puede que Greta sea solo una niña y que no sea su deber convertirse en la portavoz mundial de la indignación. Es posible que sus arengas apocalípticas le queden grandes a un cuerpo tan pequeño, pero la realidad es que esto se va a la mierda y que alguien debe dar la cara, aunque solo mida 1,50 metros.