Cuando era pequeño disfruté con mis padres, mis abuelos, mis padrinos, mis tíos o mi tieta Roser y mi yaya Antonia, de vacaciones por toda España. Muchos sitios, muchas risas, muchos golpes, alguna que otra rotura de pierna y siempre viajando con un Seat Fura y un Renault 11 en los que mi padre iba colocando cintas de cassette con canciones de distintos cantautores. Allí escuché por primera vez a Paco Ibáñez, Pablo Guerrero, Rosa León, Joaquín Carbonell, Joan Baptista Humet y su canción Clara que luego tanto he cantado junto a mi madre, Serrat, Victor Manuel, Ana Belén, Aute o Sabina. Y de ellos siempre hubo uno me ponía los pelos de punta: José Antonio Labordeta.

El abuelo, como cariñosamente se le conoce en Aragón, se popularizó entre otro público por el programa de televisión Un país en la mochila. En él buena parte de este país descubrió un hombre afable, bonachón y con una voz grave que empatizaba hasta con las piedras del camino. Desgraciadamente, otros se rieron durante años cuando en 2003 en el Congreso soltó aquello de «¡¡a la mierda!!» al ver como los diputados del PP se reían de él llamándole «cantautor de las narices». Sin embargo, Labordeta fue mucho más. Será siempre un símbolo para los aragoneses por su Canto a la libertad y por sus profundas convicciones políticas que le llevaron a cantar y luchar contra el dictador dando un ejemplo que ahora echo en falta entre la clase política. No fue el único. Mi primo Santiago fue sindicalista en Correos en los peores años del franquismo y también acabó entre rejas junto a otros que luchaban por conseguir mejoras.

Hoy veo triste como de aquello no queda nada entre los políticos que quieren gobernarnos y darnos lecciones. Señores, por favor, echen la vista atrás y compárense. Seguro que entenderán que saldrán perdiendo. Pregúntense... ¿qué diría el abuelo si levantara la cabeza? ¿Y mi primo Santiago? Del primero no lo se, pero el segundo, aunque no me lo dice, estoy seguro que siente desánimo y pena.