Paseando por la Plaza de Armas, en La Habana, un viejo librero me confesó: «Lo mejor que hicieron los españoles fueron las mulatas». No pude estar más de acuerdo. El tío era un negro sabrosón con inmensa cultura y, tras evitar la propaganda socialista y adquirir unos libros del mago Carpentier, Dulce María Loynaz, Pedro Juan Gutiérrez, George Santayana, y, ¡maravilla!, una edición de Los muertos mandan (la novela ibicenca de Blasco Ibáñez, tan incomprendida en la isla de Bes) nos fuimos a tomar un guarapo con ron y a charlar sobre la mestiza Hispanidad.

El cocktail de sangres y culturas anima la vida y otorga vigor en el catre. Eso de la pureza aria y los fanatismos nacionalistas son aburridísimos y contrarios para el sentido vital de cualquier viajero.

Y ningún otro pueblo se mezcló como el íbero, que ya tenía su propia cosecha ancestral con celtas y cartagineses, romanos, cristianos, moros y judíos, gitanos, godos y vikingos, creando un subconsciente colectivo idóneo para encamarse allá en el Nuevo Mundo mientras soñaban encontrar la fuente de la eterna juventud.

El catolicismo y sus vírgenes negras (el poder del eterno femenino), el panteón de tantos santos que se armonizaban con ancestrales ritos paganos y que luego fueron sincretizados por los millones de esclavos que guardaban secretamente su antiquísima religión yoruba, hacían cabalgar en el aire la inmensa flecha del éxtasis.

Lo real maravilloso que se extiende por el mundo hispánico no podría pasar con calvinistas, cartesianos o protestantes ingleses que se encerraban en su club para escribir proposiciones de matrimonio a desconocidas de Brighton mientras ignoraban a las fabulosas apsaras.

El ron es más mestizo que la ginebra.