Don Ángel era vecino de mis padres. Un fan acérrimo de Antonio Molina, cuyas coplas se colaban por el patio hasta hacernos apreciar su «Camino Verde», y un hombre bondadoso que daba de comer los gatos del barrio. Cada noche, antes de dormir, mi hermana y yo nos quedábamos muy quietas y en silencio para escuchar el camión de la basura y los silbidos de sus ocupantes, mientras él llamaba a los felinos con un curioso chasquido.

A Don Ángel le gustaba arreglar zapatos, con el estruendo que aquella curiosa afición suponía, y algunas veces bajaba a nuestra casa para que mi madre probase sus guisos y asegurarse de que, cito textualmente, «no iba a envenenarse», a lo que ella le contestaba, siempre socarrona, que en ese caso sería ella quien caería fulminada. Condujo hasta muy superados los 80 años su pequeño coche y mantuvo intacto hasta el final de sus días su acento gallego, aunque vivió en Burgos más de la mitad de su vida. Don Ángel sabía que mi padre trabajaba de turnos y siempre llamaba suavemente a la puerta para ver si estaba durmiendo y evitar así molestarlo con su música o con su máquina de zapatero. Aquel era un desfile de vecinos que se producía muchas tardes y que me maravillaba porque, si bien en nuestra casa sabíamos que debíamos ser silenciosos y respetar su descanso, que rostros amables como el de Don Ángel, Isabel, Cris, Eugenio, Nati, Jesús, Filo o Presen apareciesen de pronto con voz tenue para seguir aquel ritual familiar, me parecía maravillosamente cotidiano. De hecho, desde entonces tengo cierta tendencia a usar más los nudillos que los timbres y a cantar en la ducha a horas prudenciales.

20 años después, cuando se tornaron los papeles y comencé a ser yo quien debía acostarse temprano para entrar de mañana en una emisora de radio, me di cuenta de que los tiempos habían cambiado y que aquél microcosmos en el que me crie era ya parte de un pasado remoto. Estuve prácticamente una década llamando a la policía, denunciando fiestas ilegales y sufriendo a los atronadores turistas que infestaban mi edificio. En varias ocasiones me planteé mudarme e incluso puse a la venta mi piso. Al final dejé la radio y me acostumbré a dormir con tapones de oídos. Después logré que prosperase una propuesta para declarar nuestro edifico libre de alquileres turísticos y las cosas se calmaron un poco.

Ahora los gritos y la algarabía vienen de las fincas colindantes. Encaramados en sus terrazas, jóvenes italianos, ingleses o españoles han protagonizado este verano temerarios saltos a la piscina, noches de jolgorio y selecciones musicales de dudoso gusto. A sus voces se suma el aroma de los porros que acostumbra a consumir estos días alguien que ocupa el piso de al lado y que penetra en mi dormitorio y en mi salón con una fuerza inaudita. Si estuviese aquí Don Ángel daría un zapatazo y se desharía de todos esos indeseables con sus sopas de ajo.

Hablaba de todo esto el otro día con una amiga cuando me preguntó por qué no me mudaba al campo. Si tanto me molestaban los ruidos y los vecinos, no sabía por qué me empeñaba en seguir atrincherada allí. Y la verdad es que, sencillamente, no quiero irme. Soy urbanita, siempre me ha gustado acceder a la ciudad andando, la seguridad de no saberme aislada y, sinceramente, no tengo ni mano ni paciencia para hacerme cargo de una casa con jardín. Además no tengo hijos, por lo que un hogar más grande solo me obligaría a limpiar más, como dice mi madre.

La dicotomía es la misma que se producía antes de la Ley Antitabaco cuando quienes no fumábamos suplicábamos a la gente que no lo hiciese en espacios compartidos. «Si te molesta, vete», te repetían mientras te lanzaban el humo a la cara en una actitud chulesca. Al final ganamos y hoy son ellos quienes deben marcharse lejos para continuar con tan nefasto hábito.

Tal vez un día todos esos vecinos ruidosos desaparezcan y sean ellos quienes se larguen al campo, lejos, donde no molesten a nadie, será cuando dejemos de ser pasivos y les hagamos ver que la convivencia necesita a personas como Don Ángel. #noalalquilerturístico