Con la exhumación de Francisco Franco la democracia española ha dado un paso firme en el avance hacia la conciliación, la concordia y la justicia. Dos imágenes prueban dicho progreso: la primera es cuando Franco inauguró el monumento entrando bajo palio, mientras que la segunda se produjo el jueves abandonando el Valle de Cuelgamuros únicamente acompañado por la soledad y el frío, ante la atenta mirada de los representantes del Estado. Era inasumible que una democracia consolidada como la nuestra mantuviera a un dictador en un mausoleo para rendirle unos honores que jamás mereció, una anomalía inconcebible en una Europa que también sangró por el fascismo.

El acto de exhumación fue un verdadero ejemplo de sobriedad, discreción y respeto que ha tardado demasiados años en producirse. Han sido todos los poderes del Estado los que han refrendado tal acontecimiento, lo que demuestra el enorme calado democrático del mismo. El Congreso de los Diputados, el Gobierno y el Tribunal Supremo han devuelto un pedacito de la dignidad que fue robada al pueblo español durante la cruenta dictadura.

Es mucho el camino que queda para culminar la cima de la reconciliación, aunque se augura tedioso. Los últimos coletazos del fascismo se retuercen ante el vigor de la democracia y supuran un odio que sólo intenta remover las entrañas de los nostálgicos para salir de la irrelevancia parlamentaria.

La equidistancia de Ciudadanos en esta cuestión es una brisa que impulsa su barco hacia el iceberg que les hundirá el 10 de noviembre, mientras que en el PP aún no han conseguido extirpar las células cancerígenas franquistas que todavía no se han echado a los brazos de VOX. La democracia ha dado un paso histórico e imprescindible, a pesar de los hijos menguantes del franquismo.