Esta semana tenemos dos días importantes: el viernes 1 de noviembre que es la Fiesta de Todos los Santos y el sábado el Día de los Fieles Difuntos. Con esa ocasión, recordando a las personas que hemos conocido y querido aquí en la tierra, muchos visitamos los cementerios, participamos allí en Misas, rezamos por ellos y limpiando sus tumbas ponemos flores en ellas.

En la fiesta de Todos los Santos, el día 1 de noviembre, recordamos a esa muchedumbre innumerable de hombres y mujeres de todo tiempo y nación, edad, estado y condición –laicos, matrimonios, religiosos y consagrados a Dios y pastores- que han alcanzado la santidad como regalo y gracia de Dios. Ellos acogieron con humildad y generosidad el amor y la vida de Dios en su vida terrena. De la mayoría no conocemos su nombre, porque no han sido canonizados por la Iglesia, es decir, no han sido reconocidos como santos ni propuestos a todos los fieles como ejemplos de santidad y vida cristiana. Pero por la fe sabemos que gozan ya para siempre del amor y la gloria de Dios.

Ellos son para nosotros referentes de vida cristiana y ejemplo de santidad; a ellos nos encomendamos continuamente en nuestro camino hacia el cielo, nuestra verdadera meta. Hemos sido creados para el cielo, es decir para estar con Dios gozando de su amor para siempre, sin posibilidad de perderlo nunca jamás. El cielo es la situación en que amaremos con todo nuestro ser a Dios y a los hermanos.

La fiesta de Todos los Santos nos habla del cielo, como nuestra patria y nuestro destino definitivo. Todos estamos llamados a la santidad y podemos alcanzarla con la ayuda de la gracia, como nos recuerda el papa Francisco en su Exhortación Gaudete et exultate. ¿Qué tengo que hacer para alcanzar el cielo, la vida eterna? Le preguntó un joven a Jesús. «Guarda los mandamientos», le respondió Jesús. «Y si quieres llegar hasta el final vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres, y sígueme. Jesucristo es el único valor absoluto, por el que vale la pena darlo todo».

Y al día siguiente recordamos también a los fieles difuntos. Son todos aquellos hermanos nuestros que han partido ya de este mundo y han sido salvados por la sangre de Cristo, pero todavía no disfrutan a plena luz de la gloria de Dios. Como dijo Benedicto XVI en Spe salvi: «En gran parte de los hombres queda en lo más profundo de su ser una última aper­tura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma».

Nosotros podemos y debemos pedir a Dios por esas personas difuntas. Ya desde el siglo II, la Iglesia reza por los difuntos. Es costumbre cristiana ofrecer la Santa Misa y otras oraciones, sacrificios, trabajos y sufrimientos por nuestros hermanos difuntos. Toda Misa tiene un alcance universal. Lo que se hace presente en ella, a saber, el sacrificio de Cristo ofreciendo su vida al Padre en un extraordinario estallido de amor es por todos. La Eucaristía nos convierte en contemporáneos del sacrificio de Cristo al Padre, a fin de que nos podamos asociar a este gesto de ofrenda y participar en la obra de nuestra salvación y de la salvación del mundo. El alcance universal de la celebración de la Eucaristía permite, sin embargo, al presbítero que la celebra añadir una intención particular que le es confiada por los fieles, por los vivos o por los difuntos, en especial por un familiar difunto.

Ya que podemos y debemos orar por los difuntos, no dejemos de encargar Misas por nuestros difuntos, La Misa por un difunto es de gran alivio para ese ser querido.