El problema catalán, así lo bautizó Francesc Cambó en el siglo pasado en sus tensas conversaciones con el rey Alfonso XIII para intentar dotar a Cataluña de autonomía. Pero ‘el problema’ arranca mucho antes, lleva trescientos años ahí, pasando por diferentes etapas. Los últimos 40 años de democracia, no han hecho más que agravarlo; el camino lleva a un destino que nadie se atreve a dilucidar, pero que tiene muy mala pinta.

La gente de un lado y de otro está tan cabreada que mientras unos lo quieren solucionar quemando las calles, otros cascando peroratas inflamables en los medios de comunicación.
Puigdemont, Junqueras, Iglesias, Casado, Rivera y por supuesto Sánchez, han fracasado. Se han puesto a cavar zanjas con ahínco y ahora el terreno es impracticable.

Mientras se grita, no se puede escuchar y de eso va esto. Escuchar, entender, negociar, llegar a acuerdos y que todas las partes entiendan que deberán ceder.

Para eso hace falta un ‘borrón y cuenta nueva’, abrir ventanas de par en par y ventilar, limpiar este desastre hasta no dejar rastro y empezar el partido de cero.

Los primeros en sentarse a la mesa deben ser los catalanes, independentistas de derecha y extrema izquierda, equidistantes y el resto y ponerse de acuerdo en un objetivo realista.
Y para los otros, el fundador de la falange española, José Antonio Primo de Rivera, dijo en 1934 en el Parlamento español: «Para muchos, el problema catalán es un simple artificio y, para otros, no es más que un asunto de codicia; sin embargo, estas dos actitudes son injustas y desacertadas. Cataluña es muchas cosas a la vez y mucho más profundas que un simple pueblo de mercaderes. Es un pueblo profundamente sentimental; el problema no es sobre importaciones y exportaciones; es un problema de sentimientos».