El ser humano tiene una tendencia natural a defender su ‘territorio’ ante las amenazas de «tribus conquistadoras».

Abandonamos el nomadismo, para establecernos en una buena tierra y enraizar en ella. Y, desde entonces, siempre hemos mirado de soslayo al visitante y nos hemos puesto a la defensiva si la voluntad de est, era la de quedarse y enraizar también.

Llegados a ese punto, el oriundo estudiaba y auditaba al ‘nouvingut’ con el objetivo de sacar provecho de la nueva situación, amparándose en el «derecho adquirido» por ocupación de territorio. Esa práctica ancestral ha llegado hasta nuestros días. El espécimen oriundo sigue investigando el origen y trayectoria del forastero y los beneficios que este puede aportar.

Los tiempos han cambiado y ahora todos los ciudadanos de un mismo país están protegidos por las mismas leyes que otorgan derechos y obligaciones idénticas para todos. De ese modo, la propiedad privada queda acotada a aquello que está escriturado, el resto (el aire a respirar, los espacios comunes, los servicios públicos, las oportunidades, etc) son de uso compartido en igualdad de derechos.

En un territorio aislado como el nuestro, el foráneo generalmente ha venido a sumar, aportando sus conocimientos a una sociedad que en las últimas décadas ha necesitado crecer brutalmente ante la ingente llegada de turistas. Médicos, cocineros, camareros, reponedores y un largo etcétera de profesionales son nuevos ciudadanos de las islas, imprescindibles para nuestro desarrollo y que vienen a contribuir a nuestra riqueza.

La gran mayoría de originarios lo han entendido y así lo valoran. Pero cuidado, que todavía queda algún troglodita que cree seguir viviendo en la época feudal y se consideran propietarios de la isla y de todo su contenido y continente.