La tecnología avanza a pasos de gigante, a pesar de que en este noviembre de 2019 no veamos sobre nuestras cabezas coches voladores como vaticinaba Blade Runner hace casi cuarenta años. Quizá por eso, porque aún estamos anclados en muchos usos y costumbres decimonónicas, desde distintos focos se multiplican las ideas y las iniciativas para hacer del turismo una actividad sostenible. Algo incongruente, porque para que el turismo sea negocio necesita movilizar a cientos de millones de personas, en avión, en coche, cuanto más lejos mejor, dejando a su paso toneladas de desperdicios y consumiendo millones de litros de agua, además de exigir carreteras, puentes, hoteles y toda clase de infraestructuras en cualquier rincón del mundo. Todo lo que es masivo es incompatible con el respeto al medio ambiente. Porque como humanos somos una plaga para el planeta. Demasiados. Por eso ante este aluvión de inputs vuelvo la mente a esa otra idea planteada en Desafío total, una película de 1990 que me encanta, en la que el protagonista se sometía a la implantación de recuerdos falsos. Y esa, precisamente, podría ser la clave del turismo futuro. ¿Quién necesita bañarse en una playa tailandesa de aguas cristalinas cuando puede tener ese recuerdo vívido y perfecto sin necesidad de desplazarse hasta allí ni de sufrir la menor incomodidad? Ignoro si la ciencia es capaz ya de proporcionar ese tipo de experiencias y en vista de lo macarrónica que es todavía la realidad virtual me temo que estamos hablando de ciencia ficción, pero estoy segura de que implantar en el cerebro las vacaciones soñadas sería un enorme alivio para el planeta. Aunque millones de hoteleros se arruinaran.