La ciudad inglesa de Liverpool acogió durante su apogeo económico a casi un millón de habitantes y ahora tiene poco más de cuatrocientos mil. En el siglo XIX el cuarenta por ciento de todo el comercio mundial pasaba por su todopoderoso puerto. Hoy su economía se basa en los servicios (banca, seguros, educación, salud, funcionariado). A Venecia le ha ocurrido algo parecido, ha perdido la mitad de su población en los últimos cincuenta años. En su histórico Arsenale, los astilleros, se fabricaba un barco cada día, con el esfuerzo de sus 16.000 empleados, el mayor complejo industrial de toda Europa en la Edad Media. Hoy, ese espléndido edificio se dedica a albergar la Bienal de arte cada dos años. Y la ciudad más bella del mundo se dedica... ¡al turismo! Un cáncer que se extiende por el planeta dejando a su paso miles de parados y miles de camareros. La industria, la producción de bienes, la creación de cosas, se ha trasladado al tercer mundo para abaratar costes y todos tan contentos. Ahora la antigua sede de la Autoritat Portuària, un hermoso edificio situado en un lugar privilegiado de Palma, ha sufrido una innecesaria y costosa transformación para convertirse en... ¡un centro de interpretación! ¿De interpretación de qué? ¿qué tenemos que interpretar? ¡Ah, sí, la historia de los puertos! Y es que, por desgracia, los puertos son ya en su mayoría historia. Muerta y enterrada, preparada para ser expuesta en un museo. Habrá exposiciones, una biblioteca –a la que apuesto lo que quieras a que no irá nadie– y un bar. Que no falte el bar, por favor. Se convertirá, como todo, en un lugar de marcha. Otro más. Y todo bien moderno, claro, no nos vayan a tachar de provincianos amantes de lo clásico.