Ya lo he comentado alguna vez en estos artículos. De un tiempo a esta parte, la política española se parece peligrosamente a un patio de colegio de monjas de los años setenta. Cuando éramos pequeñas y nos enzarzábamos en alguna pelea, tirándonos del pelo y pegándonos patadas en las espinillas, la monja llegaba alborotada, nos separaba y nos obligaba a pedir perdón, darnos un beso y volver a ser amigas. Lo hacíamos a regañadientes, sabiendo que esa imbécil jamás sería amiga nuestra y que ese perdón pedido por imperativo legal no tendría el menor efecto, porque a nada que el destino lo permitiera, volveríamos al puntapié.

Ahora, la monja no se sabe muy bien quién es, quizá el Pepito Grillo, esa vieja conciencia cristiana que anida en el cerebro de todos estos políticos, unos socialistas, otros conservadores, que parecen no haber aprendido nada desde aquella infancia en blanco y negro de los últimos años del franquismo. Porque cometen tropelías –robar dinero a espuertas, básicamente, además de otras bajezas– mucho más graves que aquellos inocentes tirones de pelo, ponen cara de no haber roto un plato, por supuesto no devuelven ni un euro de la fortuna dilapidada y a renglón seguido entonan un «perdón» con el que pretenden sellar las paces.

Lo gordo es que el electorado que les vota debe de haber ido a ese mismo colegio en el que se arreglaban las cosas musitando un «perdón» que no sirve para nada. Porque ni restaura el daño hecho ni provoca una dimisión o cualquier otra decisión política lógica que uno esperaría entre personas adultas y responsables.