La niña Greta está en camino, nos podemos ir preparando para que ninguna de las voces de expertos y entendidos en medio ambiente y climatología sea escuchada en la próxima Cumbre del Clima de Madrid, acalladas por los gritos histéricos de la joven sueca, que no tiene más discurso que los panfletarios «me están robando la infancia», «los dirigentes del mundo me roban el futuro» y «el avión, caca». Habría que puntualizar aquí que quienes le roban su infancia son sus padres, que están haciendo el gran negocio a costa de su peculiar niña. Y unos cuantos más, muy poderosos y muy pijos, que abanderan la sustitución de los combustibles fósiles por otros más amables con el planeta, loable objetivo, pero también un multimillonario nicho de ganancias económicas futuras. El caso es que el Gobierno español, anhelando la presencia de la criatura chillona en su cumbre –no vaya a ser que los argumentos de los especialistas pasen desapercibidos porque no cuentan con tanto show a su alrededor– se apresuró a invitarla, pero como se niega a viajar en avión o en cualquier otro medio que contamine, había un problemilla para que se desplazase desde Estados Unidos, adonde fue a reñir seriamente a Donald Trump. Hasta que unos buenos samaritanos australianos accedieron a traerla, a bordo de un millonario catamarán de lujo donde la familia de hípsters instagramers se pega la gran vida a costa del millón largo de seguidores que tiene su canal de Youtube. Quizá lo que le convendría a Greta Thunberg para perder el miedo al apocalipsis climático es bajar a la realidad del resto de la humanidad, la gente pobre y trabajadora que depende del petróleo y del gas para sobrevivir.