Rober, mi padre y uno de mis mejores amigos, trabajó intensamente desde que era un niño. Fue botones, estudió por las noches y a base de inteligencia, curro y esfuerzo acabó siendo un gran arquitecto técnico del que todo el mundo allá por donde había trabajado tenía buenas palabras. Era un tipo excepcional y no sólo porque lo diga yo, que soy su hijo, sino por la huella que dejó antes de fallecer hace algo más de un año. Un tipo genial que en sus últimos años convivió con la incertidumbre de ser el responsable de un estudio de arquitectura en Madrid donde, entre otras cosas, el personal no cobraba si no llegaba el dinero que les debían las administraciones. Él y su equipo se dejaban las horas y la salud por entregar los trabajos a tiempo y en perfectas condiciones para luego esperar. Y después, aunque no se cobraba, él seguía yendo puntualmente al trabajo sin importarle su pie hinchado por el ácido úrico y el estrés.

Por eso, cuando el 19 de noviembre, el expresidente de la Junta de Andalucía, don Manuel Chaves, salía de la Audiencia Provincial de Sevilla con una media sonrisa al ser condenado a 9 años de inhabilitación, sentí rabia e indignación. Más allá de lo que han hecho él y otros muchos en Andalucía, una tierra maravillosa en la que tengo grandes amigos por los que ahora siento pena, se me hincha la vena al pensar que sale de rositas. A sus 74 años y teniendo en cuenta que vive desde hace bastante retirado de la vida pública, la sentencia suena a broma. De ahí, su media sonrisa. Seguirá viviendo tranquilo y sin importarle lo que digan de él. Total para lo que le queda en el convento... dirían algunos. Lo malo, más allá de que nadie devolverá ese dinero a los andaluces, es que yo no se como explicarle a mi hijo Aitor que su abuelo era un tío honrado que se dejaba su vida por salir adelante en un pequeño estudio de arquitectura mientras, otros, como el señor Chaves, disfrutan de nueve años de inhabilitación después de habérselo llevado, como dicen en Madrid, crudo. Lo siento Aitor, no tengo palabras.