En la solemnidad de la Inmaculada Concepción celebramos a María como llena de gracia, colmada del favor de Dios y perseverada libre de toda culpa desde el primer instante de su concepción. La devoción popular desde los primeros siglos levantaba capillas, santuarios y ermitas dedicados a la Purísima Concepción.

La primera referencia a la Concepción Inmaculada de María procede de San Sabas en el siglo V y, en el siglo VIII, San Ildefonso de Toledo estableció esta fiesta en España. El franciscano Duns Escoto formuló la posibilidad de compaginar lo que parecía inconciliable: «Dios pudo hacerlo, lo quiso, luego lo hizo».

Las Universidades de París, Oxford y Cambridge se comprometieron en 1.340 a defender la Concepción Inmaculada y en 1.530 la Universidad de Valencia fue la primera española que se obligó bajo juramento a defenderla. Más tarde lo hizo Granada y el resto de las Universidades de España. Los pintores y escultores rivalizaban en pintarla y esculpirla; la invocación «Ave María Purísima» se escuchaba en boca de todos, y el rey Carlos III propuso a las Cortes que la Inmaculada fuera declarada patrona de España y de todas sus posesiones. Finalmente Pio IX definió solemnemente el dogma el 8 de diciembre de 1.854, proclamando que María fue preservada de toda influencia de pecado en previsión de la muerte de su Hijo y, por tanto, no queda fuera de la obra de salvación, sino que es la primera redimida. Hoy celebramos en primer lugar, la alegría de que Dios haya derramado en una mujer la plenitud de su amor.

Podemos celebrar también la buena noticia de que el pecado no forma parte de la estructura fundamental del ser humano querido por Dios y que la victoria sobre él es posible. Esa victoria la contemplamos realizada en María.

Recordemos las palabras del ángel en el misterio de la Anunciación: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». A nosotros, tantas veces sombríos y agobiados por mil preocupaciones, hoy se abren de par en par las puertas de la alegría. Bendigamos a Dios junto a María porque también ha querido hacer de nosotros hijos agraciados. Sobre nosotros también descansan la complacencia y la ternura de Dios y Padre, no porque lo merezcamos, sino gracias a Jesús a quién estamos asociados e incorporados.

Por eso la fiesta de la Inmaculada, que coincide con el tiempo de Adviento, nos adentra más profundamente en él, porque María se pone a nuestro lado para enseñarnos como acoger a Jesús que llega, como abrirnos a su presencia, como escuchar su Palabra. Junto a la Virgen, la primera creyente, aprendemos que es la fe y en qué consiste esa actitud de reconocernos pequeños y frágiles, pero inmensamente queridos y perdonados. En este misterio que celebramos vemos que, cuando Dios quiso una Madre, no le interesó que fuera rica, famosa… - era una sencilla joven de Nazaret -, pero si quiso Dios que fuera digna morada de su Hijo, por eso la hizo Inmaculada.