Gracias a Dios, celebramos hoy el tercer domingo de Adviento, preparándonos para la gran fiesta de la Navidad y es importante vivirlo como nos corresponde para poder vivir después, también como corresponde, la Navidad.

Así pues, la Iglesia nos ofrece este tiempo para prepararnos a la celebración de la Navidad, la ‘primera’ venida en la historia en Belén de Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías esperado durante siglos por el Pueblo de Israel y anunciado por los Profetas. Por otra parte, en este tiempo dirigimos nuestra mirada hacía la ‘segunda’ venida de Jesucristo que será al final de los tiempos, con poder y con gloria para juzgar a vivos y muertos.

Esta doble perspectiva hace del Adviento el tiempo de la alegría y de la esperanza. Nuestra vida cristiana, la vida de la creación y de la humanidad entera adquieren sentido a partir de estos dos momentos históricos: la entrada de Dios mismo en nuestra historia, con el nacimiento de su Hijo, para desvelarnos que Dios es amor y comunicarnos este amor, perdonar nuestros pecados y devolvernos a la vida de Dios; y su Parusía, su venida al final de los tiempos, que llevará su obra de Salvación a su total cumplimiento.

El Adviento nos llama a la conversión, a volver nuestra mirada a Dios. Pero ¿cómo lo haremos si no reconocemos que estamos necesitados de Él, de su salvación, de su amor, de su perdón y de su vida? Necesitamos sentirnos pobres de espíritu para abrirnos a Dios. La pobreza espiritual es sentirse necesitado de Aquél que es más fuerte que nosotros. Es la disposición para acoger todas y cada una de sus iniciativas.

Por la fe percibimos que Dios sale a nuestro encuentro en su Palabra, en los Sacramentos. Reavivar nuestra fe equivale a acoger al Señor presente entre nosotros. La vigilancia es atención y lucha ante el mal que nos acecha; y es también expectación confiada y gozosa de Dios que nos salva y libera de ese mal. El Señor está entre nosotros, él pasa por nuestras vidas.

Acoger a Dios presente entre nosotros avivará también nuestra esperanza. Benedicto XVI, en la encíclica Spe Salvi, señala que el hombre tiene diferentes esperanzas en las diver­sas épocas de su vida, unas más grandes y otras más pequeñas; «sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una espe­ranza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar». De esta gran esperanza, que es Dios, nos habla el tiem­po de Adviento.

En este sentido, este tiempo nos ofrece la oportunidad para de preguntarnos cómo está nuestra esperanza y qué esperamos en verdad. Muchos están afectados hoy por un oscurecimiento de la esperanza; parecen desorientados e inseguros, con miedo a afrontar el futuro, a asumir compromisos duraderos, a adoptar decisiones de por vida, a abrirse al don de la vida. El vacío interior y la pérdida del sentido de la vida atenazan a muchas personas, que viven si esperanza. En la raíz de esta pérdida de esperanza está el intento de excluir a Dios y a su Hijo, Jesús, de su vida.

Sin embargo, el ser humano no puede vivir sin esperanza pues su vida se hace insoportable. Con frecuencia busca saciarla con realidades efímeras y frágiles, reducidas al ámbito intramundano; es una esperanza cerrada a Dios, que se contenta con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con el disfrute del día a día y el consumismo. Pero, al final todo esto se demuestra ilusorio e incapaz de satisfacer la sed de felicidad infinita que el corazón del hombre continúa sintiendo dentro de sí y que solo Dios puede saciar.

Abramos nuestros corazones a Dios que se hace hombre en el misterio de la Navidad. En Jesús, nuestra verdadera esperanza, descubriremos nuestro verdadero destino que no otro sino Dios. Cristo ha venido y viene para todos. Dejémonos encontrar por el Señor que viene. Dios se hace hombre para salvar a todo hombre y mujer; sólo él puede colmar nuestro deseo de plenitud, de vida y de felicidad.