Hay muchos que dicen en público y en privado que odian la Navidad porque se les acumulan los recuerdos de las personas que ya no están. Sí, desgraciadamente, los que se fueron de este mundo ya no volverán. Pero, a falta de una maquinita que consiga hacer que regresen, tenemos que tirar ‘pa alante’, sacando la cabeza y disfrutando de la vida. Aunque hay días en el que soy el peor de los gruñones y no hay quien me aguante, por lo general, mi vida mola, sobre todo si me comparo con otras partes del mundo. Soy un apasionado de dormir, despertarme tranquilamente y sin agobios, remolonear en la cama, rascarme la cabeza y todo el cuerpo, preguntar a mi madre que ya se ha despertado hace horas cómo se presenta el día, salir del saco donde duermo, estirarme y ponerme en marcha. Un ritual que me demuestra que sigo vivo en el primer mundo, en un país como España que tiene muchas más cosas buenas que malas, en una isla como Ibiza que en otoño, invierno y primavera es un paraíso, en Jesús, mi pequeño gran pueblo tranquilo y bonito, y en una casa pequeña pero acogedora en la que no me falta de nada. Luego salgo de casa, tengo coche, vivo de manera razonablemente holgada y tengo trabajo y amigos y una familia que me quieren. No puedo quejarme y ni siquiera me podría atrever a ello por más que la vida en ocasiones sea dura y cruel. De todo se recupera uno menos de la muerte y por eso, ahora que llegan estas fechas, les puedo decir que para mí las navidades molan. Yo siempre me lo pasé genial con mis abuelos, mi tío Mariano que venía de Cartagena para pasar unos días con sus sobrinos, mis tíos, mis padres y mis padrinos. Hoy, muchos de aquellos ya no están pero también se ha sumado un enano de tres años y medio y la familia política. El resto siempre está protegiéndonos desde el cielo. Allí, brindarán con nosotros, se echarán unas risas, cantarán villancicos, tirarán serpentinas... y nosotros miraremos al cielo y veremos cómo, de noche, las estrellas brillarán aún más.