Yo también creo que la perfección es aburrida. Por acotar el campo, me centraré en el deporte, en concreto en mis dos favoritos: el fútbol y el ciclismo.

Como todo el mundo sabe, los ídolos se forman de pequeño. Como, por edad, me fue imposible encomendarme a Messi, mis dos futbolistas preferidos han sido Stoitchkov y Ronaldinho. Stoitchkov fue un rebelde sin causa, el marido que ninguna madre querría para su hija. Apuesto a que mucha gente recuerda sus enfados o el famoso pisotón al árbitro Urízar Azpitarte, pero también tienen memoria de sus carreras por la banda, de su llegada a gol, de su legendario genio. No fue el mejor, pero fue mi primer ídolo. Ronaldinho sí podría haber sido el mejor jugador de la historia, pero decidió que era mejor dedicarse a la samba, las mujeres y, en general, a la dolce vita. Tiró su carrera cuando tenía 26 años y empezaba, teóricamente, su mejor etapa como futbolista. Antes creía que lo amaba y lo odiaba a partes iguales. Lo amaba porque me había permitido ver el mejor fútbol de toda mi vida; lo odiaba porque me privó de él demasiado pronto. Ya no lo culpo y con frecuencia me dispongo a amarlo y pongo vídeos suyos en Youtube. Lo cierto es que vivo mejor así.
En ciclismo, mi primer ídolo fue Perico Delgado, capaz de lo mejor y de lo peor, como cuando llegó dos minutos tarde a la salida del prólogo del Tour de Francia 89 y, días después, le dio la pájara en la contrarreloj por equipos y el Reynolds Banesto perdió diez minutos. Ya era imposible revalidar corona, pero pudo concluir el Tour tercero. Visto con perspectiva, así resulta más auténtico. Después, admiré ex aequo a José María Jiménez y a Marco Pantani, escaladores de nivel superlativo. Los dos cayeron en las drogas; el Chava por una depresión y el Pirata, por la mala vida. No ganaron tantas carreras ni probablemente para la mayoría estén en el top. Para mí, sí.

Nunca, aparte de ellos, he tenido más ídolos en el deporte. Continúo esperando al siguiente héroe imperfecto.