Tras una fuerte discusión con un cursi barman, de esos que andan perpetuamente cabreados y quieren enseñarte cómo beber (¡el insensato pretendía poner azúcar en mi cocktail Margarita!), leer en el Periódico de Ibiza y Formentera la crónica bélica de la batalla por la salsa de Nadal me ha impresionado. Todavía no sé si ha sido una divertidísima inocentada, pero los ánimos en cuestiones gastronómicas se han calentado mucho por toda España.

Jamás he podido tragarme ese concurso llamado Masterchef. Tan solo sé que mis gustos son muy sencillos y me gusta lo mejor, que prefiero el azafrán al aberrante colorante, la carne que pasta libremente antes que la que engordan en granjas infernales, el raor antes que cualquier pez de piscina, unos huevos fritos con sobrasada antes que el sospechoso tofu…y café, copa y puro para las largas sobremesas en las que no se habla de merluzos políticos.

Pero sigo impresionado con la salsa de Nadal volando cual lluvia ácida y el garrot de la portentosa suegra. Nada supera la furia del vegano converso que pretende dictarnos el alpiste, los ánimos tóxicos del chef molecular o el esnobismo del barman abstemio que acaba de salir de un curso coctelero.

Ya decía Sánchez Mazas que el español puede jugarse la vida, pero no el cocido. Naturalmente que hay diferentes estilos y sobre gustos todo está escrito, pero en la mesa y en la barra siempre se ha guardado una debida ceremonia y cierta tolerancia, para que la sangre no llegue a la cocina. Especialmente en las fechas amorosas que van de Navidad a los Reyes Magos.