En la Fiesta del Bautismo de Jesús, este domingo,12 de enero, con la que concluye el tiempo de Navidad, revivimos el bautismo de Jesús a orillas del río Jordán de manos de San Juan Bautista. Jesús se deja bautizar como uno más por Juan y transforma el gesto de este bautismo de penitencia en una solemne manifestación de su divinidad. «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Son las palabras de Dios-Padre que nos muestra a Jesús como su Hijo unigénito, su Hijo amado y predilecto, al inicio de su vida pública: Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo y que ahora comienza públicamente su misión salvadora; Él es el enviado por Dios para ser portador de justicia, de luz, de vida y de libertad.

En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse «en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13).

El bautismo de Jesús nos remite a nuestro propio bautismo. En la fuente bautismal volvemos a nacer por el agua y por el Espíritu Santo, y quedamos injertados en la vida misma de Dios, que nos convierte en hijos adoptivos en su Hijo unigénito; su gracia transformó nuestra existencia, liberándola del pecado y de la muerte eterna. Con el bautismo comienza el proceso de la iniciación cristiana que, con la confirmación y la recepción de la primera eucaristía, nos insertará en el misterio de Cristo, muerto y resucitado, y en la Iglesia, la familia de los hijos de Dios. ¡Cómo no dar gracias a Dios, que por el bautismo nos ha hecho hijos suyos en Cristo y miembros de su familia, la familia de los hijos de Dios, que es la Iglesia!

Pero, Dios no nos salva sin nuestra acogida, prestada con libertad; y la primera cooperación de la criatura humana es la fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, se abandona libremente en sus manos. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, al ser capaz de comprender, debe recorrer, personal y libremente, un camino espiritual que, con la gracia de Dios, le lleve a confirmar, en el sacramento de la confirmación, el don recibido en el bautismo.

Pero ¿podrán los niños bautizados en su infancia abrir su corazón a la fe y al don recibido si los adultos no les ayudamos a ello? Nuestros niños necesitan cuando van despertando a la consciencia que los padres y padrinos, y toda la comunidad cristiana les ayudemos a conocer a Dios, Padre misericordioso, y a encontrarse con Jesús para entablar una verdadera amistad con él. A padres y padrinos les corresponde introducirles en este conocimiento y amistad a través de su palabra y de su testimonio de vida cristiana en el día a día: en el matrimonio y en la familia, en todo momento y ocasión. Grande es la responsabilidad de los padres en el crecimiento espiritual de sus hijos y en la trasmisión de la fe, pero nunca deben sentirse solos en esta misión. Toda la Iglesia está llamada a asistirles para fortalecer la propia fe y la propia vida cristiana, alimentándola con la oración y los sacramentos. Pero los padres no podrán dar a sus hijos lo que ellos antes no han recibido y asimilado, o si no lo viven día a día.

«Éste es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9, 7), nos dice el Padre-Dios. El Padre nos ha revelado a su hijos adoptivos un singular proyecto de vida: escuchar como discípulos a su Hijo para vivir realmente como hijos de Dios y discípulos misioneros de Jesús. La riqueza de la nueva vida bautismal es tan grande que pide de todo bautizado una única tarea: Caminar según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), es decir, vivir y obrar constantemente en el amor a Dios haciendo el bien a todos como Jesús junto con nuestros hermanos en la fe, con la comunidad de la Iglesia. Es la llamada al seguimiento de Jesús según la vocación, que cada uno haya recibido, para ser testigos valientes del Evangelio. Esto es posible gracias a un empeño constante, para que se desarrolle el germen de la vida nueva bautismal y llegue a su plena madurez. Demos gracias de corazón a Dios por el gran don de nuestro bautismo y vivamos con alegría nuestra condición de hijos de Dios, discípulos de Jesús e hijos de la Iglesia.