Una estupenda al·lota caminaba con garbo por el aeropuerto madrileño. Llevaba un elegante sombrero cordobés y desprendía un allure que iluminaba el corral de turistas. Ah, ese encanto libre y personalísimo con que nos cautivan algunas desconocidas a las que quizás no volvamos a ver, pero a las que deseamos mentalmente un buen viaje vital porque son seres que se salen del molde.

Entusiasmado vi que se paraba en la puerta de embarque al avión rumbo a Ibiza. Como siempre entro el último, la busqué entre el pasaje y salté furtivamente sobre el asiento libre a su lado. Ella estuvo a punto de ponerse los auriculares anti-pelmazos, pero hubo suerte y mantuvimos una conversación interesante.

Su nombre es Delphine y hace joyas preciosas de influencia etrusca y fenicia o lo que le dé por soñar. Volaba como una reina maga, llevando benditos regalos de puros y trufas para su al·lot. ¡Qué maravilla! ¿Y quién es el afortunado? Vicente de Can Vidal, el estanco de San Juan. ¡Pues allí nos veremos!

En Can Vidal divisé a Delphine entre cangrejos, pues estaban cocinando una paella suculenta. Ese estanco bar es un oasis de la Ibiza antigua, y me sentí a gusto con la fauna pitiusa invernal que se refugia en sus mesas. Los dos Vicentes –padre e hijo—son unos bravos y preparan unas hierbas sensacionales, sin tanta azúcar. En la botella, como un talismán, luce la foto de una bellísima al·lota, su abuela. Y genialmente se han inventado otras hierbas en las cuales maceran una trufa blanca que otorga un sabor maravilloso. ¡Es una bebida única en el planeta dipsómano y os animo a probarla!

Los mejores descubrimientos (Schliemann y Troya, Fleming y la penicilina, Dom Perignon y el champagne) se hacen por encanto y casualidad. ¡Olé!