Para una persona sana física y mentalmente es difícil entender el deseo de algunos de echarse en brazos de Caronte para cruzar el río Aqueronte y sumergirse en el Tártaro. Pero la cuestión que se debate estos días en torno a la eutanasia no tiene nada que ver con el intento de comprensión que podamos hacer aquellos que felizmente no tenemos la necesidad de plantearnos dicho desenlace, sino con la libertad. Esa libertad no es colectiva, sino individual, y la posibilidad de ejercerla depende de la entidad supraempírica a la que otorguemos el gobierno de la muerte. Mientras en la mitología griega correspondía a Tánatos desposeer de la vida con un suave toque sin violencia, al estilo de su hermano gemelo Hipnos (el sueño), para los cristianos Dios es el único encargado de otorgar la vida o bendecir con la muerte; en todo caso decisiones ajenas a la voluntad del individuo. La (buena) muerte no debe ser otra cosa que un derecho legalmente reconocido que permita sumergirse en el descanso que no encuentran en vida aquellos que lo deseen y precisen.

Es un derecho inocuo para quienes no lo quieran ejercer, pero una bendición dignísima para quien lo requiere. Nadie nos obligó a divorciarnos cuando se creó la figura del divorcio, ni nos obligaron a casarnos con un homosexual cuando se legalizó el matrimonio gay, tampoco la despenalización del aborto obligó a practicarlo a ninguna mujer, igual que con la aprobación de la nueva Ley que regula la eutanasia no se impone la muerte a nadie. Al que no quiera divorciarse, casarse con un homosexual o abortar le basta con no hacerlo, pero ello no le arroga la potestad de decidir por los demás. Seamos respetuosos en la vida y libres en la muerte, al fin y al cabo ninguno de nosotros somos ni Dios ni Moiras.