El pasaje evangélico nos habla del valor del Antiguo Testamento porque es palabra de Dios. La ley promulgada por Moisés constituía un don de Dios para el pueblo, era un anticipo de la Ley definitiva que nos daría Jesucristo. El Antiguo Testamento era la promesa; el Nuevo Testamento es la realización de la promesa. El Concilio de Trento definió que Jesús no sólo fue enviado a los hombres como redentor sino también como legislador. Es la razón por la que no solamente debemos amarle, sino que también hemos de obedecerle. Dice el Señor: «No penséis que he venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud». Jesús expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y los profetas. Él tiene autoridad divina. Dice Jesús: «Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve después para presentar tu ofrenda».

La Iglesia, a partir de la enseñanza de Jesús y guiada por el Espíritu Santo, ha concretado la solución del caso especialmente grave del adulterio, estableciendo la licitud de la separación de los cónyuges, pero sin disolubilidad del vínculo matrimonial y, por tanto, sin posibilidad de contraer nuevo matrimonio. El vínculo matrimonial no puede deshacerse, permanece indisoluble, pueden vivir separados o divorciados, pero ambos cónyuges no pueden volver a casarse –contraer nuevo matrimonio–. Si lo hicieran, ambos cometen adulterio. «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».

La indisolubilidad del matrimonio fue enseñada por la Iglesia desde el principio sin la menor duda, y urgió en la práctica el cumplimiento moral y jurídico de esta doctrina, expuesta con toda autoridad por Jesús. Así consta en los tres Evangelios sinópticos y los Apóstoles. La ofrenda por excelencia es la Eucaristía. A la Santa Misa se debe asistir siempre en los días de precepto. Ya se sabe que para la recepción de la Sagrada Comunión se requiere como condición imprescindible estar en gracia de Dios. El rito de la paz significa que para unirnos a Cristo en la Comunión debemos permanecer unidos a nuestros semejantes por la caridad. La caridad tiene un orden: Amarás a Dios sobre todas las cosas.

Este es el mayor y primer Mandamiento. El amor al prójimo, que es el segundo mandamiento en importancia, recibe su sentido del primero. No se concibe fraternidad sin paternidad. La ofensa contra la caridad es, ante todo, ofensa a Dios.