Recuerdo que hace unos inviernos, en una idílica cabaña a orillas del Indico, cerca de Kilifi, ojeaba el Weekend Star cuando el vodka-tonic que bebía placenteramente cayó a mis pies estallando en mil pedazos. La razón fue el titular de un hombre condenado a diez años de cárcel por violar una cabra. El criminal vivía cerca de Malindi, una franja costera tan invadida por italianos como Formentera en Ferragosto. Estaba desesperado de ver a las coquetas ragazzas dorándose en las playas y se aliviaba con la cabra de su vecino. La justicia keniata llevó a la víctima al juicio –había que dilucidar si hubo consentimiento—y luego la puso en tratamiento psicológico.

Mucho tenemos que aprender en Baleares de la consideración caprina de los keniatas. Lo digo porque en los nueve siglos documentados (si eso no es tradición…) que llevan las cabras saltando alegremente por el Vedrá, jamás encontraron gente tan cruel como hoy en día. Su mayor depredador es el cabrón urbanita que presume de ecologista y no tiene ni idea de campo. Así se montó un safari caprino, ¡organizado por la Consellería de Medio Ambiente!, que degeneró en una cruel matanza que avergonzó a todo cazador amante de la naturaleza.

Las eco-excusas oficiales no convencieron y se montó justo escándalo. Las balas eran de calibre inadecuado y muchas piezas quedaron malheridas en los riscos, agonizando durante días, lo cual es imperdonable en el arte cinegético.

Pero algunas cabras sobrevivieron y hoy pasean sus cabritos por Vedrá, con el único miedo de divisar algún sanguinario irresponsable de medio ambiente. ¡Y quieren volver a la carga! En Kenia, a gente tan bestia, la arrojarían a los cocodrilos.