Un amigo mío ibicenco que tiene casas de sus abuelos en el campo anda estos días más que atareado poniéndolas en perfecto estado de revista para alquilarlas. Una de ellas con árboles frutales, safareig, que en invierno hace las veces de balsa de riego para lo que fue construido, y en verano se transforma en piscina en medio de la pagesia y la tranquilidad más absoluta. Un auténtico lujo. Así de simple y así de codiciado. Me intereso por el precio que va a pedir por la casa y me quedo boquiabierta al oírlo. No porque se trate de una cifra escandalosa, (como seguro que han pensado) muy al contrario, porque me parece casi irrisoria la cantidad que me dice. «Si no paramos esto nosotros, los ibicencos, nos vamos a cargar la isla. Y si nosotros empezamos a poner cordura, al final la gente tendrá que empezar a bajar precios», me suelta. Casi me dan ganas de llorar al escuchar a una persona sensata, poniendo un precio sensato a un alquiler, sin que la avaricia le haga perder la cabeza. Consciente de que es un espécimen raro entre la espiral de ambición que ha convertido Ibiza en un bazar en el que todo se vende/alquila durante los meses de verano, mi amigo prefiere dormir con la conciencia tranquila. Al menos eso dice, eso predica y eso hace. Me quito el sombreo ante personas como él. Es difícil dejar de ganar dinero siendo consciente de ello con la única finalidad de hacer de su isla un sitio mejor para todos. Gente como él me hace creer todavía en la especie humana y además me hace plantearme una cuestión. ¿Estará cambiando realmente la sociedad ibicenca? ¿Será mi amigo el eslabón perdido de una nueva deriva social que ponga freno a la especulación inmobiliaria para revertir la situación actual? No lo sé y francamente lo dudo. Lo que sí sé es que estoy muy orgullosa de mi amigo.