Maria Antonia tenía el corazón encogido cuando me llamó. Es de esas periodistas que hacen mucho más que juntar letras. De las que necesitan abrazar cada palabra, apretarla y darle forma para que el mundo sea un poco menos feo. En nuestra conversación telefónica di veinte vueltas a la manzana mientras la escuchaba e intentaba aconsejarla y calmarla a partes iguales. No sabía cómo gestionar la frustración y el dolor que se le pegaban a los dedos. Estaba investigando la proliferación de redes de explotación sexual de menores en Baleares, muchos de ellos bajo la tutela de la Administración. Era noviembre de 2017, es decir, que desde que publicó su historia a golpe de tinta en un medio de comunicación, hasta que la noticia sacó los colores a políticos y gestores, han tenido que pasar dos años. Más de 700 días cruzados de brazos, en silencio y mirando a otro lado, mientras las infancias de decenas de niños se rompían en mil pedazos.

Las declaraciones y los datos que recabó Maria Antonia eran espeluznantes y arrojaban claras evidencias de que en Baleares operan redes de explotación sexual infantil desde hace al menos una década. Niñas de entre 14 y 16 años en la mayoría de los casos. Firmó con su nombre aquel reportaje y estuvo meses preparando la noticia. Aunque hay quienes afirman que el periodismo ya no es una profesión de riesgo, ella se expuso y se mojó para denunciar la situación que vivían esos críos que, al parecer, no le importaban a nadie. Contrastó informaciones, entrevistó a decenas de personas, llamó a varias Consellerías e intentó ayudar a aquellas víctimas sin nombre ni iniciales, pero hasta que la violación grupal de una de ellas no saltó a la cancha nacional del sensacionalismo, nadie quiso rasgarse las vestiduras por ellos. Cualquiera de esos canallas podría haber localizado sin problemas a Maria Antonia, pero a ella lo que más miedo le daba era la ausencia de respuestas. Esta semana, mientras escuchaba en el Congreso y en el Parlament a bustos parlantes acusarse unos a otros por no haber hecho nada, ha vuelto a revolverse, porque lleva años esperando un movimiento en sus tableros de doble rasero. Porque resulta que nosotras sí que hemos sentido que se están «descojonando en nuestra cara», como afirmó un vicepresidente con coleta.

La Ley del Silencio se impuso entonces y sigue hoy campando a sus anchas entre políticos que se lanzan la patata caliente y se acusan entre ellos de haber mirado a otro lado, desviando las responsabilidades hacia Policía o Fiscalía y asegurando que se ocuparán de depurar responsabilidades. Pero, ¿saben lo que pasa? Que a mí y a Maria Antonia no nos vale su suficiencia y su falsa indignación. Nosotras no queremos saber quiénes son los culpables de que el sistema no funcione, sino que lo arreglen de una maldita vez. Queremos ver a los malos en la cárcel y a los niños en hogares. Es nuestra obligación, la de todos, proteger a los más vulnerables. Evitar que menores sean separados de sus familias, porque se suponen que corren peligro dentro de ellas, para terminar en centros de acogida y seguir igualmente desprotegidos. Una sociedad no puede permitir que sus niños estén desamparados, solos, muertos de miedo, que se vistan de corazas sucias y que se enganchen a las drogas que les suministran proxenetas de medio pelo, o que se conviertan ellos mismos en captadores para seguir logrando esas sustancias con las que evadirse de una vida demasiado dura para su edad.

Maria Antonia ya no cree en hacer periodismo porque ha visto cómo se vende al por mayor. Pero lo que ella no sabe es que los demás la necesitamos, porque son las personas valientes como ella quienes golpean conciencias y demuestran que nuestra profesión nació para mucho más que para contar verdades: para cambiarlas.