No tenemos que estar de acuerdo en todo. De hecho, lo que usted está leyendo ahora mismo es un artículo de opinión y, en este caso, de la mía. Puede que le guste o puede que no; tal vez comparta algunas de las ideas derramadas entre estas letras o es probable que, por el contrario, piense que nada de lo que digo tiene sentido. Pero, sea como fuere, ahí radica la libertad: la mía y la suya.

No tenemos que estar de acuerdo en todo ni ser ‘políticamente correctos’ por norma. Podemos salirnos del tiesto y alzar la voz o las palabras, decir barbaridades para cerebros dormidos y rechazar ideas preconcebidas en nuestra casa, en nuestras redes sociales o donde nos dé la real gana. Tenía una compañera en el instituto que aseguraba entender la teoría de la evolución y reconocerla como cierta, sin desdeñar que los primeros humanos que poblaron la Tierra se llamaban Adán y Eva y que, en esta compleja historia, se mezclaban una costilla de barro y una serpiente caprichosa. Recuerdo reírme a carcajadas y exponerle la incoherencia entre sendas afirmaciones. Ella, muy seria, me respondió a nuestros 17 años lo siguiente: «Estoy de acuerdo contigo, Montse, pero, como bien dices, esas son mis creencias y como son solamente mías no puedes rebatírmelas». Hoy me acuerdo de ella y de cómo navegaba entre su fe católica, que predicaba la castidad, mientras permitía a su novio de turno llegar a todas las bases menos a la final. Pero, ¿y qué pasa si en su interior se abrían debates continuos y si tenía divergencias entre su moral y sus conocimientos adquiridos? Ser libre es poder pensar y actuar por uno mismo, aunque para el resto de los mortales estemos errando.

A nosotros, que nos educaron para pensar, para rebatir y para transgredir, todo esto del ‘buenismo’ nos toca bastante las pelotas. Fíjense que, en este punto de este artículo, esa expresión sería hoy calificada de machista pero, ¿qué quieren que les diga? A mí eso de tener la piel tan fina me da mucha pereza y todos estos debates baldíos se me antojan una ‘mariconada’ o ‘mariconez’, como cantaba Mecano.

Quienes nacimos entre los 70 y los 80, aquellos que nos criamos con La Bola de Cristal, el programa que era una movida para los niños, y que cantamos «todos los paletos fuera de Madrid», «que se mueran los feos» y «mi agüita amarilla», queremos seguir tarareando lo que los salga ‘de los huevos’, o de ‘los ovarios si se ponen quisquillosos. A mí no me cuenten milongas y déjenme seguir leyendo Lolita o recitando poemas de Neruda, aunque entre ellos se cuelen pederastas y maltratadores, o cállense y permítanme escuchar esta ópera que me abriga el domingo, aunque alguno de sus tenores tuviese la mano demasiado larga hace 30 años.

La delgada línea que separa la censura tácita de la libertad ondea demasiado estos días y, yo no sé ustedes, pero a mis 40 años no estoy dispuesta a tener que callarme la boca por si ofendo a unos cuantos. Porque ser educado no está reñido con decir verdades y porque, de verdad, no es preciso que estemos de acuerdo en todo.

No seré yo quien les diga que no acudan al fútbol, a los toros o a un concierto de Maluma, aunque me parezcan los planes más aburridos del mundo, ni quien coarte su derecho a rezar o a cagarse en los dioses de otros.

Yo solo quiero seguir siendo pastora y no rebaño, como Miguel Hernández, y poder escribir artículos como este aunque algunos sean un ‘coñazo’ y otros puedan parecerles ‘cojonudos’. Porque, como el poeta, «para la libertad sangro, lucho, pervivo».