Cuando yo era bien pequeño mi padre, arquitecto técnico, trabajaba en el estudio del gran arquitecto Ramón Vázquez Molezún. El estudio del jefe, como todo el mundo le conocía cariñosamente, estaba en el centro de Madrid y justo enfrente había una tienda que me apasionaba. Era un ultramarinos y para mí lo más parecido a un súper de barrio que había conocido hasta entonces. Sus estanterías estaban llenas de productos de alimentación increíbles y sus dueños eran tremendamente amables cuando nos acercábamos a comprar con mi madre. Tanto me impresionó aquel negocio que durante mucho tiempo, siendo ya adolescente, fantaseaba con poder regentar en un futuro algo parecido. Una tienda de alimentación con un servicio especial a modo de pequeño súper de barrio, antes de que una gran cadena de supermercados hicieran suyo el lema. Después, la vida me llevó por otros derroteros y dejé de lado aquella fantasía. Sin embargo, durante estos días de confinamiento me ha dado por pensar. ¿Qué habría sido de mí, si me hubiera liado la manta a la cabeza y hubiera montado esa tienda? Pues que las estaría pasando canutas para sobrevivir aplastado por grandes compañías que acaban devorando al pequeño comercio de proximidad. Ese del que no se habla cuando se cita en los medios el magnífico trabajo que hacen los grandes para abastecer a la población. Nunca se recuerda al pequeño súper de barrio o de pueblos como Jesús donde los trabajadores se dejan la piel en desigualdad de condiciones y te reciben con una sonrisa en la boca para que te sientas a gusto. Un lugar muy parecido a aquel establecimiento de mi niñez con el que fantaseé pensando que me iría muy bien porque muchos de ustedes vendrían a comprar. Aquello se quedó en fantasía pero en la vida real aún estamos a tiempo de salvar al pequeño súper del barrio. Porque a veces, sólo a veces, los sueños se cumplen.