El arresto domiciliario conlleva una sensación onírica de pesadilla general en una realidad poco democrática. Al pasar de fase iremos despertando gracias al caliente pellizco callejero, pero el estupor por tantas leyes esperpénticas, que nos han transformado en una especie de patio de colegio lleno de chivatos, brutales multas (por su cuantía el salario medio español debería ser superior al de Suiza) y el horrible castigo de hipnotizarse con la televisión (lavado de cerebro garantizado), permanecerá mucho tiempo en el subconsciente colectivo. Es una perversa cuestión de doma y molde.

Que el comité que decide qué provincia pasa de fase sea secreto, es otra de las muy chocantes incongruencias en una sociedad que dice aspirar a la transparencia. Los gurús de la secta del poder jamás admiten su responsabilidad, pero tienen tremendo miedo a la crítica. Exigen obediencia total al papá estado sanchista, aunque la experiencia demuestra que no podemos fiarnos. Hace tiempo que sabemos que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.

Que sigan prohibiendo el gozoso baño de mar en Formentera demuestra que en Ibiza mejor será no preguntar dudas. En nuestro espléndido aislamiento queremos razonar que lo que no está prohibido se entiende que está permitido y mejor pedir perdón que pedir permiso. El totalitarismo avanza y eso del libre albedrío es una ilusión bíblica que exige un máster en picaresca.

Así que hazte con una tabla de surf, una sobrasada y una botella de vino para vislumbrar el rayo verde, enamorarte de la vida y reforzar la serenidad báquica, clásico antídoto para tiempos de contagiosa histeria.