El equilibrio mental de la población se recupera con la apertura del bar. Las terrazas se llenan con la gloriosa luz de mayo –oro, seda, sangre y sol— y el ruedo ibérico se erotiza en la calle caliente. Renace el amor a la vida tras la aberrante cuarentena cibernética, vuelve el roce epidérmico para el corsario pituso de la distancia social; también la soñadora ilusión tras la máscara platónica que luce nuestro objeto de deseo, un atrezzo morisco que camufla la sonrisa y hace que todo se concentre en la luminosa mirada de odalisca.

Al mismo tiempo regresan los vertidos fecales a las aguas del puerto de Ibiza. Ahora sabemos, tras tanto marear la perdiz burrocrática, que la principal responsabilidad es de su ayuntamiento. El alcalde que tanta prisa se dio en machacar la armonía del paseo de Vara de Rey (era una maravilla y hoy es una planicie sin gracia, confiemos en la pátina del tiempo y los suculentos aromas de Can Alfredo) no puede seguir escondiendo la cabeza.

El Govern permite la ampliación de hoteles, pero se niega a que una casa en el campo construya otra habitación. Las casas payesas se han ido haciendo en el tiempo, según las necesidades familiares. Lo podrían hacer con gusto y sensibilidad, pero está prohibido por tanto majareta moderno metido a político.

Y a nivel nacional el inquietante Dr. Sánchez impone una cuarentena a los turistas. Naturalmente Macron responde su tontería y hace lo propio solo para turistas españoles. Es un caos sin sentido que no ayuda a recuperar la normalidad. Gestos de un incapaz que ya es juzgado como el peor gestor europeo del virus.

Pero siempre nos quedará el bar.