La crisis del COVID-19 ha supuesto el precepto ideal para, una vez más, tratar de especuladores a los propietarios de fincas rústicas, sustraer competencias a las entidades locales y hacer una desclasificación masiva de suelo urbano. El decreto que el lunes aprobó el ejecutivo autonómico supone un duro revés para todo aquel que tuviera la menor esperanza en la lealtad institucional. En primer lugar, el decreto es un instrumento legislativo reservado para causas de “extraordinaria y urgente necesidad”, a tenor de lo dispuesto en el artículo 86 de la Constitución. Es evidente que una modificación de los parámetros urbanísticos no se circunscribe en ninguna de esas causas y que el Govern utiliza este instrumento para eludir el procedimiento legislativo ordinario. También existen dudas desde un punto de vista jurídico, en tanto que el artículo 25.2 a) de la Ley 7/1985 de Bases del Régimen Local otorga a los municipios las competencias urbanísticas en materia de planeamiento. Ayuntamientos y Consell merecían haber sido escuchados a la hora de aprobar este decreto, en lugar de hacerlo con nocturnidad, aprovechando que la opinión pública está más pendiente de la emergencia sanitaria. También sorprende que el primer edil de Vila pida que no se edifique más suelo rústico, pero a su vez maniobre para blindar sus urbanizaciones en el decreto. La FSE-PSOE y Agustinet callan ante semejante despropósito que se suma al que perpetraron el año pasado en una funesta modificación del PTI. Merecen una mención especial Podemos y Guanyem que, haciendo gala de su ya legendaria incoherencia, lloran porque el decreto no prohíbe la edificación en las Áreas de Protección de Riesgo de Ibiza, cuando lo hubieran podido incluir en dicha modificación. Armémonos de paciencia.