No soy racista. Lo digo alto y claro. Tengo amigos con otro color al de mi piel, tirando a blanquita casi transparente, y nacidos en muchos sitios diferentes del mundo. Soy consciente de que soy un afortunado por haber nacido en este lado de la orilla y siempre inculcaré a mi hijo que todos somos iguales.

Por eso lamento profundamente el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de un policía y me preocupa que el racismo sea un problema endémico en Estados Unidos. Entiendo que la gente se manifieste por todo el mundo, incluyendo España, para pedir cambios allí pero también me paro a pensar por qué esto no lo hacemos, por ejemplo, por todos aquellos que al intentar cruzar el estrecho se dejan la vida en nuestro bello Mediterráneo o por los muchos que mueren diariamente en África en conflictos que desconocemos porque los informativos pensaron que ya no eran rentables o porque fueron silenciados por gobiernos que tienen intereses en que se sigan matando entre ellos. Tienen el mismo color que George Floyd y mueren, desgraciadamente, mucho más a menudo. Y eso por no hablar de las personas que mueren diariamente en Siria, Irak, Palestina o Afganistán. O de las mujeres que en muchos lugares del mundo siguen siendo violadas sistemáticamente por sus maridos mucho mayores que ellas, rocíadas con ácido o lapidadas ante el aplauso de una turba fuera de sí. O de todos aquellos que siguen esperando en condiciones infrahumanas un futuro mejor en campos de refugiados tras haber huído de su país. O de aquellos jueces o periodistas que siguen muriendo en muchos lugares de Sudamerica por hacer su trabajo... O de los policías y guardias civiles caídos en acto de servicio. Lástima. Tal vez sea mezclar churras con merinas o que no haya tiempo para manifestarnos por todos. O simplemente que, para algunos, sigue habiendo muertos de primera y muertos de segunda.