Los apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo han de predicar lo que Jesús les ha ido dando a conocer: Predicar a Cristo implica muchas veces persecuciones, desprecios y odios e incluso el martirio. Me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros. Pero el Señor también nos dice: no tengáis miedo. Jesús recomienda a sus discípulos que hablen con claridad, defendiendo la justicia. A nosotros nos toca hoy también continuar manifestando sin ambigüedades toda la Doctrina de Cristo, aunque esto nos pueda acarrear persecuciones y adversidades. El discípulo de Cristo, el cristiano coherente con su fe, no debe dejarse llevar por falsas prudencias humanas o por miedo a las consecuencias.
No hay que temer a los que solamente pueden quitar la vida del cuerpo.

La Iglesia, apoyada en varios pasajes del Evangelio enseña con claridad que cada persona recibirá premio o castigo según sus obras. Enseña que existe el infierno, donde reciben castigo eterno las almas que mueren en pecado mortal. Nosotros ignoramos en esta vida quienes mueren en pecado grave. Sí, sabemos para nuestra satisfacción, como nos dice San Pablo que el premio que Dios otorgará a las personas que mueran en gracia de Dios será tan grande que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la lengua puede expresar lo que Dios prepara para todos los que le aman. La Iglesia, apoyada en varios pasajes del Evangelio, enseña con claridad que cada persona recibirá premio o castigo, según sus obras. Enseña que existe el infierno, donde reciben castigo eterno las almas que mueren en pecado mortal. Nosotros ignoramos en esta vida quienes mueren en pecado grave.

El verdadero temor y respeto lo debemos a Dios, Juez Supremo de todos los hombres. Los mártires son los que mejor han vivido y puesto en práctica la voluntad de Dios. Sabían que la vida eterna valía inmensamente más que la vida terrena.

Recordemos aquel soneto a Jesús crucificado: No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el ver tu cuerpo tan herido; muéveme, en fin, tu amor, y de tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera; pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero, te quisiera.